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el desayuno del colibrí

Recién a la tercera vez logra levantarse. La baja densidad del colchón lo obliga a resignar la almohada: siempre piensa en su cama como una banana que se inclina hacia arriba. Pone la pava eléctrica y se queda mirando por la ventana. Espera a que el ruido del aparato comience y se acerca al vidrio. Su nariz toca el cristal helado. Sopla varias veces para ver la trayectoria torcida de su aliento nasal empañando todo a su camino. Tiene el tabique torcido, pero no sabe por qué. Del otro lado de la ventana el verde se extiende hasta perderse en las montañas que hay enfrente. Son más de cinco capas de cerros, y le gusta imaginarlos dentro de un programa de diseño gráfico: diecisiete mil algarrobos acá, ocho mil cuatrocientos talas entre los dos del medio, una pelada con pasto cortado al ras por animales que aparecen cuando nadie ve, un cañadón en donde hacen nido cinco cóndores. Se sienta en uno de los sillones de la galería. Ceba el primer mate y mantiene el agua en la boca
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el viaje del desvelo

Me acaricio el pelo, en mi dedo enrollo un mechón. Lo envuelvo hasta que no da más, y mi cuero cabelludo reclama su pertenencia. Estiro la mano, toco la pared. La pintura, extendida sobre el revoque fino, me recuerda la piel de una mandarina. Las mandarinas del patio de mi casa, cuando todavía existía ese mandarino, cuando todo era más simple. Todo era más simple y, sin embargo, nunca lo aproveché. Todas las mañanas me despierto con frío, quizás por la temperatura que desciende al dormir. Aunque me acueste con mil mantas encima, aunque duerma con calefacción. En los últimos días, al frío se le sumó una desolación terrible. Tan terrible que no me deja salir de la cama. Me tensa los músculos, me aprieta los dientes, me ensombrece el pecho. Es como un cuenco de bronce gigante e invisible que me aprieta el tórax, cada vez más fuerte. Amenaza con asfixiarme, pero sé que puedo respirar si me lo propongo. ¿Qué haría si la respiración no fuese algo involuntario, si dependiese de

volverte a llorar

Me acerqué al muelle, un muelle enorme de cemento. En la esquina, apoyado en la baranda, sosteniendo el termo y el mate con las manos, te lloré. Me sentí raro llorándote, y más raro aun cuando te dije hola. Hola, te extraño. Desde el muelle se ven los autos pasar por la Costanera. Es como una autopista, siempre hay autos moviéndose a gran velocidad. El sonido de las ruedas mordiendo el asfalto es infinito y eterno. Sin embargo, dos autos se detienen. De ellos se baja un grupo de personas. Están en silencio. Desde acá se percibe que es una situación extraña, inusual. Caminan lento hasta la pared de la vereda (esa que da al río), oyendo solo las ruedas detrás suyo. Caminan lento pero decididos. No se miran. El muelle se mueve despacito hacia la costa, y estoy cada vez más cerca de ellos. Puedo ver sus caras cuando llegan al borde blanco de un metro de altura. Son personas de muchas edades distintas, pero solo hay un viejo. Es canoso y tiene un saco negro. Có