Una gota cae en su mano. Ella, al sentir el frío e inesperado contacto, se detiene. El hombre que estaba detrás de ella la embiste levemente. Esa embestida provoca que ella se de vuelta y lo vea. Él le pide disculpas. Ella le dice con una sonrisa que está todo bien. Él la invita a tomar un café al bar del frente. Ella acepta. Dos semanas después, están en pareja. Tienen sueños de planes en conjunto. Ella lo inserta en la política. Él, luego de cinco años, es elegido intendente. Ella sigue siendo diputada. Entre los dos generan muchos cambios que agradan a la sociedad. Él es reelecto. Ella, también. A la semana, se casan. Cinco días después, ella da a luz a su primer hija, a la que llaman Luz. Siguen promoviendo políticas que son bien recibidas por el pueblo. Él es elegido gobernador, y ella su vicegobernadora. Logran gran popularidad, no sólo en el país, también en el continente. Él muere asesinado. Ella, desesperada, busca esclarecer el caso. Sospechas involucran a empresa multinacional que se vio perjudicada por su política. Su jefe, antes de ser atrapado, se escapa del país. En el exterior, seguidores de las políticas de ellos dos lo encuentran y lo secuestran. El jefe es asesinado por los secuestradores. Ella, agradecida, recibe a los justicieros en su casa. Opositores se levantan protestando que son asesinos y deben ser ajusticiados. Ella los defiende. Seis días después, Luz es asesinada a la salida del colegio. A las pocas horas, oficialistas marchan en busca de justicia. Opositores marchan en busca de justicia. Se encuentran en una de las calles principales. Se desencadena una brutal y sangrienta batalla. Quinientas ochenta y nueve personas pierden la vida. La guerra continúa años después. Ella muere, inmersa en una tristeza sin consuelo. Ellos se juntan de nuevo. Luz los mira desde arriba. Se le escapa una lágrima. La gota cae, y rompe contra la mano de ella.
Esta no es una historia que inventé yo, sino que se inventó sola, mientras un piji revoloteaba dentro de auto gris. Lo único que estoy haciendo aquí es escribirla. Muchos años antes que esta tarde, allá por diciembre del dos mil tres, entré a la habitación de mi madre. Tenía diez años. Ella estaba en su cama, con los ojos todavía húmedos, abrazada a uno de mis hermanos. Hacía una semana que su madre, mi abuela, había fallecido. Trataba siempre de llorar en silencio, en su cuarto, para no entristecernos, para que seamos menos infelices, quiero creer. En ese momento hablaba con mi hermano de algo que no no escuché. Ahora, supongo que ella le estaba contando anécdotas de Carmita, su madre, porque le hablaba con una voz suave y lenta, en un susurro envolvente, mirándolo tiernamente a los ojos desde arriba mientras le acariciaba los rulos. Lo miraba a él, y la miraba a ella. Mi hermano tenía la vista puesta en la pared, o en otro lugar, en los lugares que mi madre le relataba, y la boca
Comentarios
Publicar un comentario