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Mostrando las entradas de septiembre, 2013

los altaneros

Allá, en las hondas tinieblas, donde todo es duro, donde todo es sal. Allá, en las antiguas praderas, donde corrían niños con pedal. Allá, en ese musgo, allá, en ese susto, en ese matorral. Las banderas volverán, y canciones flamearán, para que, sin perder la esperanza, la idiosincrasia, sepamos bien alto volar. Allá, a la orilla del río, donde hay solo polvo, y el agua no está. Allá, bien lejos del camino, donde crecen despojos, donde alguien no está. Las banderas no sabrán, si hacer el bien o el mal. Y lenta, muy lentamente, se irán vitoreando: "¡Esta tierra es de paz!"

Wañuchej, el león

Cuentan los viejos que, hace muchos años, existió un animal, una bestia, que supo domar el destino de los hombres. Wañuchej, que así lo llamaron, hizo que los niños de ese entonces no conocieran el monte espinoso; que los perros dejaran de ladrar a lo conocido y desconocido; que las mujeres temieran confiar en su sueño en las noches serenas; que los hombres cargaran su Winchester al hombro el día entero. Había sido muy pocas veces avistado. Las señoras, niños o viejos que apenas alcanzaban a verlo, le atribuían características cuasi divinas. El silencioso caminar agazapado, la pelambre dorada y oscura a la vez, los ojos de un viejo sabio y de un joven cazador, los enormes dientes de marfil protectores de una lengua paciente y sedienta, la cola movediza y astuta como una yarará amenazada. Fue, según dicen, el que determinó la vida, la muerte, la crianza y la incertidumbre de la época. Entre los pueblos del noroeste argentino de la última década del siglo diecinueve, Wañuchej pasó a

melena y tacón

Entrando al adiós, la hice orientar, a esa choza no voy a bailar. Latiendo mis pies, sin nada que creer, entiendo poco, pero algo sé. Silbando hacia atrás, quería decir, qué lindo es el aire para destruir. Manchando el sofá, la vi repetir, ahora sigue y ya no la veo más. Sa sa sabemos bien, hacer la mejor; mirar de costado y sentirnos león. Pero la verdad es siempre peor, y nos apabulla el hecho de sangrar. Hablando irlandés, camiones zampé. en el dolor la bici ensamblé. Pagando marrón, al verla grité aunque ahí nomás la jeta cerré. Pintando a Rembrandt, azules perdí, se levantó y un zapato me tiró. Abriendo el reloj, la vida encontré; le dije que sí, que ya no la amo más. Sa sa sabemos bien, mojar el jabón, quebrar el pincel, y pensarnos de a dos. Pero la verdad, es siempre peor, y nos apabulla el hecho de sangrar. Sa sa sabemos bien, hacer la mejor, mirar de costado y sentirnos león. Pero su canal es el superior, y nos lastima en la mediocridad.

al médico en cuatro

Caminamos como cinco cuadras; el bondi nos dejaba cerca, pero Milena siempre se quejaba. Hoy, todo le molestaba. Yo sabía que algo le pasaba y, cuando -a las dos de la mañana- comenzó a los gritos, llamé enseguida al Dr. Galimberti para pedirle turno. El consultorio estaba en la calle Malasia, una bien cortita, con adoquines. Lindo lugar. Tranquilo. Toqué el timbre, y no me preguntaron nada, solamente abrieron la puerta con el portero eléctrico. Milena no quería entrar. Le dije que todo iba a estar bien, que después la llevaba a comer algo rico. Siempre le entré por el lado de la comida. Seguro que va a ser una gorda asquerosa amante de los ñoquis, el asado, el vino y McDonald's, como yo. Puso una cara de "me usás con esto del morfi, sos un manipulador, y lo sabés, y me cabe porque me conocés y es un vicio", y caminó arrastrando los pies como si tuviese zapatitos de plomo. Saludamos a Corina, la secretaria, y nos sentamos en esas sillas azules encadenadas de a cuatro.

atajáte que ahí voy

Siempre quise bajar. O subir, no lo sé. Ir, directamente. O volver, también. Es difícil saberlo, nunca me lo quieren decir. Sólo vemos, en una pantalla gigante -gracias, hubiese sido complicado hacerlo en una más chiquita-, lo que sucede, lo que queramos ver, en el momento que sea, cuando lo dispongamos. Claro, están todos pegados a la pantalla. Aunque cada uno ve lo suyo. No me preguntes cómo carajo logran eso, pero es así. Yo veo lo que quiero ver, y Germán, por ejemplo, también. Sí, estamos todos como boludos mirando cosas que ningún otro puede ver en una pantalla gigante. Lo mismo pasa con el sonido. ¿De qué mierda te serviría ver lo que vos querés si tenés que escuchar un menjunje de ruidos y voces y músicas? Lo mejor de todo esto es que, si vos querés, le podés mostrar a cualquiera tus imágenes. Está bueno, porque, a veces, pasan cosas muy lindas, y vos necesitás compartirlas urgentemente con alguien. A veces, también, pasan cosas muy de mierda, y te hace falta un abrazo, o una

mirada tómbola

La escena no era clara, pero por momentos la lucidez invadía la imagen. Yo miraba a mi amigo -que, ahora, no sé muy bien quien era-, los dos apoyados en una baranda, una barra, o algo así. Pero uno de un lado y el otro del otro lado. Él miraba algo que estaba detrás mío. Cuando me dí cuenta, giré mi cuerpo hacia donde apuntaban sus ojos. Claro, todo esto lo veía desde el frente. Y sí, me veía a mi mismo, pero no me detuve en eso. Quizás, si todo esto hubiese sido racional, el detalle sobre mi persona tendría una extensión un poco más considerable. Debe ser fantástico poder observarse en vivo y en directo fuera de tu propio cuerpo. Ver desde qué ángulo te ves más pelotudo o cómo te ves cuando te reís y cerrás los ojos. Lo que vi fue una chica que hablaba sobre algo que no escuchaba, tal vez porque no emitía ningún sonido, o porque lo que realmente importaba no era oírla, sino verla hablar. Me estaba mirando a mí, pero también a mi amigo. Si me fijaba detenidamente, un ojo -el derech

planeta enfermo

Caminé hasta la entrada del subte A, en esa esquina de Luis Saenz Peña y Avenida de Mayo. El piso lleno de papelitos y basura y el silencio de motores le daba al lugar un aire a feriado, asueto, franco. A domingo. Estaba cerrada, claro. Abajo, apoyado contra las rejas, había un tipo durmiendo. Se estará refugiando de la lluvia, pensé. Bajé y le pateé las piernas. No se movió. El hedor a meo y a alcohol obligaba casi a cerrar los ojos. Me acerqué a su cara, y lo escupí. Nada. Dale que no soy un rati, le grité. Parecía inmerso en su sueño, en su borrachera. En su miseria. Saqué la punta y se la hundí en la panza. La giré hacia la izquierda. No llegó a gritar, pero el hijo de puta me agarró de la garganta y me empezó a asfixiar. Con la otra mano le pegué cuatro veces en la cabeza y se dejó de joder. Respiraba, todavía. Le saqué la navaja. Una gota de un mercurio rojo se deslizó hasta la punta, y cayó lentamente al suelo. Me fascinó la sensación de controlar el destino de ese jugo, y junt

volando por ahí, y estoy

Estaba a pocos metros de la esquina de Santiago del Estero y Humberto Primo, esperando el 60. Adelante mío había una mujer que no tenía más de treinta años. Llevaba puesta una remera no tan blanca, y unos pantalones verdes. En la mano tenía una campera pesada, y la agarraba con desprecio, quizás porque hacían más de veinte grados y ahora tendría que cargar con ella toda la tarde. Se acercó un señor grande, con pantalones y campera del mismo color, un verde podrido. Estaba sucio, y caminaba como Tribilín, encorvado hacia delante, con las manos en los bolsillos. “Vendo merca, paco, porro, vendo”, seguía gritando, mientras se filtraba entre los autos que esperaban el verde del semáforo.  Se paró al lado de la mujer de la campera, del otro lado de la señal azul que indica la parada del colectivo. Abrió el basurero naranja y escupió adentro. “Vendo merca, paco, porro, vendo”, volvió a gritar, y se reía, y se repetía como para sí mismo “vendo merca”, mirando el suelo y asintiendo lentament

encuentro mocoso

Hay mucho silencio. Es un silencio expectante. Un silencio ansioso. Sabemos que aparecerán en cualquier momento. Como una defensa aguardando por un ataque que nos dejará exhaustos. Al otro lado del pasillo se siente un rumor. Las voces de los soldados crecen a medida que avanzan. Aparece uno, otro, y los demás. Pero no vienen corriendo a la carga, como todos esperábamos. Se acercan a pasos cortitos. No se nos abalanzan. De nuevo, el silencio cae de igual manera para ellos como para nosotros. Uno de ellos se acerca y, con los dedos ocupados en doblar o apretar algo extremadamente chiquito y la mirada en el piso, se posa al frente de uno de los nuestros. De repente, hizo algo que logró quebrar la distancia que nos separaba, y nos movió, como cuando a uno lo golpean o le soplan la cara inesperadamente, el alma. El abrazo fue rápido y certero. Logramos acceder a secretos confidencialísimos, sin siquiera recurrir a la fuerza física. Uno de los de ellos estaba resguardado bajo un edificio d

trece de copas

Los perdones se te agolpan en el pecho, y sólo la salida te sirve ya, pero la salida no es opción. Una certeza se te escapa, y la servidumbre es obligación. Quisieras ser esclavo, pero esclavo ya sos, y, sin embargo, dormís en tu lecho. La mañana se da una vuelta por tu vida a contrarreloj. La cabeza entre susurros, y los pies en su lugar. Y aunque veas el partido, no lo vas a ganar jamás. Ser, estar y mendigar. Ver, luchar y terminar. Cien ideas se te escapan, y no las querés agarrar. Cien ideas se te escapan, y no las tenés que agarrar.