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Mostrando las entradas de noviembre, 2013

creer para ver

Y ahí estaba yo, sumergiéndome en la hermosa textura amarillenta de un libro viejo que me enseñaba los planes de gobierno del siglo veinte, tratando siempre de ver cómo mierda aquello incidía en nuestros días, en hoy, en mañana. Puras mentiras. ¿Quién puede creerle a un tipo que dice que un diputado, hace más de setenta años, presentó un proyecto que seguimos sufriéndolo hasta el día de hoy, diez de noviembre del dos mil cuarenta y dos, a las cinco de la mañana? Para agarrarlo entre los dedos, palparlo y sentirlo real, necesito una máquina del tiempo, necesito verlo por mí mismo, sin el intermediario añejado encerrado entre dos tapas de exquisito cuero marrón. Hay algo de lo que estoy seguro: esa máquina no se construyó no porque haya sido imposible hacerlo, sino porque a los poderosos no les convenía, ni les sigue conviniendo, ni les va a convenir jamás. ¿A qué persona de poder le gustaría volver a pasar por las cosas que tuvo que pasar para llegar a conseguir ese poder? Y no digo

cerca de la revolucón

"Es un idiota", era su pensamiento más recurrente. Su cuestionamiento iba más allá del tradicional duelo hijo-padre, o del archiconocido trauma del hijo mayor. Las tierras abarcadas por el poderío monárquico de su progenitor eran los campos más codiciados de todo el continente; las parcelas de cebada se extendían hasta no dar más la vista, pasando por una metamorfosis del verde al amarillo casi dorado con el transcurso de la temporada; los olivos crecían sin mesura, aumentando de tamaño su tronco hasta confundirse con los viejos algarrobos; los enormes y encorvados bisontes tenían gran cantidad de verdes bosques para vivir plácidamente; miles de viviendas servían de nidos para cigüeñas que extendían sus alas blancas con franjas negras durante los días del apareamiento. Y en miles de otros casos, las tierras del Rey Evaristo "El Complaciente" eran motivo de admiración y confabulación enemiga: trigales perfectos y abundantes, melocotoneros hermosos como dioses, jardi

ponéte al revés

El tipo estaba en frente nuestro. Hablaba rápido, con los brazos que daban vueltas y hacían dibujos que se veían solo escuchando sus palabras. Sentado en una sillita de madera de algún bar, explicaba cosas acerca de nombres de supermercados, o algo así. No le prestaba mucha atención, porque la miraba a Milena, que estaba como hipnotizada, enamorada del tono de voz del tipo subido al escenario del teatro; sus ojitos iban desde la fuente emisora de ese sonido grave y profundo a los brazos movedizos y explicadores; la lengua se hamacaba en el maxilar inferior, que colgaba preso de la involuntariedad promovida por la voz del talentoso.  Algún ruido debí haber hecho, porque de repente sus cejas se estremecieron y sus pupilas se enfocaron en el aire cercano (de chiquito, yo pensaba que las cosas estaban compuestas de millones de puntitos minúsculos y que, si nos esforzábamos mucho, podíamos enfocarlos a cada uno. De esos puntitos, los cercanos, los que estaban suspendidos en la nada,