Y ahí estaba yo, sumergiéndome en la hermosa textura amarillenta de un libro viejo que me enseñaba los planes de gobierno del siglo veinte, tratando siempre de ver cómo mierda aquello incidía en nuestros días, en hoy, en mañana. Puras mentiras. ¿Quién puede creerle a un tipo que dice que un diputado, hace más de setenta años, presentó un proyecto que seguimos sufriéndolo hasta el día de hoy, diez de noviembre del dos mil cuarenta y dos, a las cinco de la mañana? Para agarrarlo entre los dedos, palparlo y sentirlo real, necesito una máquina del tiempo, necesito verlo por mí mismo, sin el intermediario añejado encerrado entre dos tapas de exquisito cuero marrón. Hay algo de lo que estoy seguro: esa máquina no se construyó no porque haya sido imposible hacerlo, sino porque a los poderosos no les convenía, ni les sigue conviniendo, ni les va a convenir jamás. ¿A qué persona de poder le gustaría volver a pasar por las cosas que tuvo que pasar para llegar a conseguir ese poder? Y no digo