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Mostrando las entradas de julio, 2013

durmilí

La mira. Sabe que en cualquier momento va a arrancar. Ella también lo mira. Sus miradas son las que definen el transcurso del tiempo. Yo sé que todo esto se acabará en el mismo instante en que pestañee. Pero ya no aguanto más, y lo hago. La luz me grita de nuevo, pero ellos ya no están allí o, por lo menos, no están en sus mismas poses. Él salió corriendo, aunque bien podría volar. Ella lo persigue con la cara contraída por la fuerza de su carrera y por la angustia, o la desesperación. Siente que lo va a alcanzar, sus pasos son más largos, más rápidos, más espaciados. Él, que finge miedo, sorpresa, ejecuta lo que practicó miles de veces. Un segundo antes que ella lo agarre, despliega sus alas y se eleva con una sonrisa triunfante, engreída, y gira la cabecita para verla allí abajo. Pero no la ve allí abajo. Un balde de oscuridad se le viene desde arriba, y ahora la sorpresa es real. Sorpresa e incertidumbre. Ella cierra la boca, y aterriza pesadamente, pero se queda allí. No se mueve,

divagando, primera

Estás pensando qué buena está esa parte de Colabore, en la que el Enano derrapa por "atrapar" o "disparar", hasta llegar al estribillo, casi como si se lo dejara servido para que empiece, y se te cruza un olor por el frente. Es un olor a pizza, o a salsa de tomates. Pero también es un olor a dentífrico, o a chicle de menta. Se te antoja una milanesa con papas fritas, con puré y con ensalada. Pero parece mucho. Siempre te retaban por pedir comida de más y no terminarla nunca. Era lo que más odiabas que te recriminen. Eso y que hayas dejado morir a tu hermano. Vos pensás entonces en la vez que fuiste a la psicóloga y te convenció de que eso no era así, y con eso te tranqiulizás. Pero después te preguntás por qué te disgusta tanto. ¿Será porque no fue así? Porque para vos no fue así. Y para los demás también. Son ellos los que nunca pudieron superarlo, y vos el cargás el peso de una mierda que no te correspondería cargar. Pero ahora es un olor a ladrillos, a tierra. Y

le grand fauteuil

Cuando Sillerstein fue a su alcoba, no había otra cosa que nueces. Saltó hacia atrás, y cayó en la puerta de entrada, y se dirigió a la cocina. No pudo más que agarrar una por una las hormigas que intentaron camuflar un trozo de pan con lo que era un viejo pedazo de pizza. Los intrusos supieron cómo reaccionar, ya que no volvieron a entrar. Pasaron a una de las habitaciones más hermosas que hubieran visto jamás. Enormes trozos de escombro, de panes, de agua, de restos de comida. Pudieron agarrar unos cuantos, pero sólo llevarse uno cada una. El camino hacia un nuevo hogar fue caótico: murieron diecisiete, y sólo dos lograron hacer el rito de despedida a tiempo. Ahora, era tiempo de celebrar. De celebrar que no pasarían hambre nunca más. Celebrar que podrían conseguir un nuevo lugar para residir, que les sea más cómodo. Sillerstein acomodó la silla, y se inclinó hacia abajo para poder ver mejor. Siete u ocho habían podido escapar, pero él sabría qué hacer en caso de que lo consiguieran.

hálito final

Cae, sabiéndose muerto, sabiéndose asesinado. Pero le queda mucho por seguir cayendo. Agonizando, ve cómo sus hermanos son también derrotados. La caída continúa, siente los pelos de sus brazos y sus piernas bailar con la fuerza del viento. Las plumas que otrora decoraban sus hombros, abandonan a su amo de a poco. Allá abajo, los árboles lo esperan ansiosos, con los brazos listos para mecerlo y calmarlo, y las raíces preparadas para acunarlo y cuidarlo hasta el fin de los tiempos. Sus lágrimas no son sólo de dolor; sufren un sabor a impotencia, a fuego, a humillación. A sangre. No tiene ya fuerzas, pero se niega a morir sin los puños cerrados intensamente. Aún cuando el impacto sea ensordecedor, sus manos seguirán apretadas, hasta el último de los días. No por él, sino por sus hermanos, por su tierra, por su gente. Y ése será el emblema del estandarte que, generaciones venideras, flameará en tiempos de paz, recordando estas épocas sanguinarias consumidas por la codicia y la miseria, por

huracán cardinal

–¿Quién es? –dije con una voz valiente y fuerte, tratando de disimular el miedo y la incertidumbre que genera el timbre de tu casa a las cuatro de la madrugada. –Buenos días, señor. Nosotros queríamos hacerle una pregunta. ¿Sería eso posible? –me dijo del otro lado. –¿Qué querés? –respondí secamente. –Le paso a contar un poco de qué se trata esto. Venimos de un lugar muy lejano, en donde no conocemos su estilo de vida, y mucho menos la ubicación de sus regiones, aunque sí pudimos informarnos de ello en la base de datos inalámbrica, pero no podemos ubicarnos. Necesitamos su ayuda. Queríamos que nos diga, ¿en qué dirección está Occidente? Yo estaba con la oreja pegada a la puerta, y mis ojos querían verla también, pero no llegaban. Me di cuenta que, si intentaban tirarla abajo de un golpe, me tirarían a mi con ella. Pero debía contestar algo, y no había entendido nada de lo que dijeron: –¿De dónde me dijiste  que venías? –traté de conseguir información, o tiempo, o algo. –No

ojos que ven

Estaba acostado sobre su hombro izquierdo, mirando las bailantes franjas del tapiz que colgaba de su pared. Quería darse vuelta, pero no decidía aún cómo hacerlo. Podía girar hacia la derecha, mirando el techo para luego posar los ojos en la pared del otro lado, pero tendría que levantar la sábana con la mano para que no se mimetice con el movimiento de su cuerpo, y no olvidarse de la almohada a la que dormía abrazado todas las noches. O bien, podía girar hacia la izquierda, teniendo que levantar unos centímetros su pecho para así lograr trasladar la almohada al otro lado, mientras también giraba él para no abandonarla. Pensaba que, si se moría en ese preciso instante, no sabía qué harían con su cuerpo, si lo enterrarían ahí mismo, o si lo enterrarían. Su brazo izquierdo, aplastado por la almohada y su cabeza, estaba empezando a dejar que las hormigas se apoderaran de él. Lo retiró antes de que sea demasiado tarde, y giró un poco para quedar boca arriba. Tragó con esfuerzo, y vio el cr

cuesta arriba

Una canasta también hubiese sido suficiente. Pero no, era un cajón. Y no, no tenía manijas. Y sí, era pesado. Sabíamos que tendríamos que llevarlo kilómetros y kilómetros cuesta arriba. ¿Por qué no pudo traer una puta canasta? Salimos, sin decirle nada. No podíamos decirle nada, claro. A la media hora, sentía cómo el borde del cajón estaba casi lastimando mis dedos. ¿Qué digo media hora? ¡Quince minutos! Tuvimos que desviarnos del camino porque había unos perros más adelante, y no queríamos correr el riesgo. No con esta cosa de mierda que llevábamos. Si hubiésemos estado sueltos, tres, cuatro tiros, y se acabó el perro. Cuando volvimos a la senda principal, paramos unos segundos para descansar. Fue justo acá cuando pasó. Nadie nos avisó que había otra gente. Le pegaron al Chueco, como cuatro o cinco veces, no sé bien, pasó muy rápido, y yo no vi nada, no sé. En realidad, no sé si le pegaron, porque no sé si eran muchos, o uno solo. Lo que sé, es que el Chueco quedó tirado en el piso, y

el tiempo sí existe

El minuto se mantiene, no quiere terminar jamás. Claro, hablo de ese minuto que se tiene en cuenta. Ese minuto, vigilado, controlado, camina como en dulce de leche, como si no quisiera desprenderse de cada segundo que le arrancan. Y es que, realmente, no quiere. Si pudiera, se quedaría allí, sin caminar, sin moverse, quietecito, sin que lo empujen y le arranquen más segundos. Pero no puede, aunque, vigilado, controlado, vive un poco más. Más que el que pasa sin ser notado, sin ser sentido, seguro. Ese pasa como si fuese un segundo mismo. O más rápido, quizás. Y se va de la mano con otros minutos, se van todos juntos, agarrados, corriendo. El vigilado, controlado, resiste sólo. Es muy probable que, una vez se haya muerto, el siguiente minuto también resista, camine lento, y quiera quedarse para siempre. Pero sólo, ya que está vigilado, controlado. Y siente la obligación de mantenerse ahí, de aguantar, hasta que deja de ser tenido en cuenta. Ahí, se libera, o se muere, y sale a paso apur

la negra de ojos negros

Mira. Sólo mira. Se queda quieta, como ayer, como siempre. Como aguantando, soportando. Cuando la luz se apaga, se permite un descanso. Pero nadie la ve. Y nadie tiene que verla. Anda, ve, respira, siente toda la oscuridad. La abraza, se tapa con ella. Le susurra lo mucho que la extrañó. Le cuenta los muchos momentos que pasó quieta, como ayer, como siempre. Sube a la mesa, se acuesta, y espera, quieta, siempre quieta. Y mira, sólo mira. Vos y yo no veríamos nada. Pero ella, con esos ojos negros, puede ver en cualquier oscuridad, de cualquier lugar. Aunque sólo está ahí, no se va a ningún lado. Y tampoco quiere; ella es feliz allí, donde puede estar quieta, como ayer, como siempre. Y con su oscuridad, con su penumbra. En donde mira. Sólo mira.