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Mostrando las entradas de octubre, 2013

fuimos vos y yo

"Hoy sólo vamos a ser tú y yo", escuché en alguna pantalla de uno de los chicos, acá. Creo que estaba viendo una película, una con Catherine Zeta Jones. La frase me quedó dando vueltas en la cabeza, viste cómo es cuando ya estás muerto, los pensamientos, las frases y las cosas te quedan como ululando por ahí, y no te los olvidás nunca. Es como estar fumado, pero sin que los descubrimientos imponentes y las conexiones científicas alucinantes se te esfumen así de la nada del alcance de tu mente. Pensé, entonces, en usar el pase que me dieron la otra vez, y -valga la redundancia- pasar a visitarte. "Hoy sólo vamos a ser tú y yo", otra vez, ahora golpeándome. Apreté el pase, que es como una tarjetita chiquita que tiene un botón celeste en una punta, y una pantalla, que te dice cuántos viajes te quedan. Yo tengo solo uno, pero no importa, realmente quiero verte cara a cara. Aparecí ahí, al lado tuyo, y ahora te veo caminar de un lado a otro de la casa, acomodando la

jugando bien o jugando mal

"La tarea es imposible: hay cosas que no se pueden narrar", dice Mario Levrero en La novela luminosa.  Mi cabeza, entonces, me lleva a viajar por distintas palabras que serían difíciles de narrar, de explicar. Pasan "amor", "impotencia", "tristeza", "dolor", "placer", pero son todas medio parecidas. Quiero encontrar una que las contenga a todas, que sea realmente una cosa gigante, legendaria, eterna, y pequeña y mundana a la vez. Yo diría, sin embargo, que hay cosas que son casi  imposibles de narrar. Uno no podría empezar jamás algo con esa frase de Levrero; más bien, sería un final perfecto. Por eso mismo, agrego impunemente ese "casi" tímido. Es que, si bien hay cosas que no se pueden narrar, se puede tratar de rodearlas. Como una leona que merodea a la gacela inocente y, después de darle vueltas y vueltas, la ataca. Y así, quizás, llegamos a acercarnos a aquello que queremos narrar. También está la táctica inv

toda suya

Llegó una tarde hasta el edificio de la calle Quintana. Subió hasta el quinto piso en un ascensor lento y lleno de quejidos, entró a un living alfombrado de muebles oscuros y con un leve olor a eucaliptos. Y allí, en esa casa que no conocía, se sentó en un banquito de madera adornada con plata reluciente a esperar al dueño. Eran ya las siete de la tarde, y Menéndez no aparecía. Fue hasta la cocina para servirse algo de tomar, pero la heladera estaba completamente vacía, salvo por medio limón y un pedazo de queso castigado por el frío. Cerró la puerta blanca con desgano, soltando algún insulto al aire. Se dio vuelta para agarrar un vaso y servirse agua de la canilla, y se quedó perpleja. –No sabía que ibas a estar acá –le dijo Menéndez, agarrándola de la cintura y estampándole un beso. –Quería darte una sorpresa –titubeó ella –, pero me salió al revés. ¿Cómo te fue? –Bien, qué sé yo. Cada día se pone peor. ¿Querés que te invite a cenar? ¿O ya tenés planes? –Como usted mande,

plan táctico y estratégico de la guerra

Como visto a través de unos binoculares, las dos esferas de mapa contienen los cincuenta países. Los cristales, al parecer, deformaron los límites territoriales, y el mundo ahora es otro: estados inexistentes que aparecen, países existentes que desaparecieron. Se preparan las miradas para largas horas de encarnizadas batallas azarosas, de movimientos desesperados, de soldados sacrificados. De amistades posiblemente deshechas hasta el cercano amanecer. Los objetivos se reciben con temblorosas y esperanzadas manos, deseosas de acatar las órdenes más simples y rápidas. Una vez dictaminada la misión, todos se miran tratando de adivinar las intenciones ajenas. Rumores de conspiraciones comienzan a correr por lo bajo, y el mundo es dividido entre los ahora mandatarios. Las pequeñas fichas de colores que ahora van tiñendo el planisferio binocular encienden y apagan ilusiones en uno u otro jugador, como si de una lotería territorial se tratase. Hay quienes esgrimirán una falsa sonrisa,

la mentira se acabó

No es la de uno solo. Son las de todos. Y de todo. De los árboles, de las hojas, de la tierra y el sol. Del agua, del pan y el tomate. De los ojos, de las bocas y las manos. De cada una de las veces que quisimos saber cómo hacer. De mis errores, pero también de mis aciertos, por más invisibles que sean. De las risas y los llantos, de los gritos y los besos. De las flores, del tallo y -¿cómo no?- de las raíces. Son criaturas sobrenaturales. Un alma que se divide en dos cuando da a luz, quedándose con la parte más pequeña para ellas mismas. Por eso hablan del instinto materno , de que saben siempre cuando nos pasa algo. La mentira se acabó, señoras: sabemos que no existe tal cosa, que lo sienten por el simple hecho de tener gran parte de su ser en el nuestro. Pueden seguir insistiendo con eso del instinto, que cuando somos chiquitos se enteran de todo por ese "sexto sentido". Pero no hay ningún sentido extra. Porque sabemos también que, aún de grandes, ustedes se enteran de

memorias de un piji

Esta no es una historia que inventé yo, sino que se inventó sola, mientras un piji revoloteaba dentro de auto gris. Lo único que estoy haciendo aquí es escribirla. Muchos años antes que esta tarde, allá por diciembre del dos mil tres, entré a la habitación de mi madre. Tenía diez años. Ella estaba en su cama, con los ojos todavía húmedos, abrazada a uno de mis hermanos. Hacía una semana que su madre, mi abuela, había fallecido. Trataba siempre de llorar en silencio, en su cuarto, para no entristecernos, para que seamos menos infelices, quiero creer. En ese momento hablaba con mi hermano de algo que no no escuché. Ahora, supongo que ella le estaba contando anécdotas de Carmita, su madre, porque le hablaba con una voz suave y lenta, en un susurro envolvente, mirándolo tiernamente a los ojos desde arriba mientras le acariciaba los rulos. Lo miraba a él, y la miraba a ella. Mi hermano tenía la vista puesta en la pared, o en otro lugar, en los lugares que mi madre le relataba, y la boca

un indiecito más

Como en los cuentos, o en las películas. Tres barquitos, o barcotes, surcando improvisados la cornisa del -hasta ese entonces- mundo. Miles de kilómetros, miles de millones de litros de agua salada que esconden misterios aún hoy desconocidos. Instantáneas olas capaces de derrocar al más fuerte castillo. Tres cruces rojas flotando por la nada azulada, bajando y subiendo colinas movedizas, capaces de desaparecer en un segundo. Tormentas y remolinos abatidos por maderas ancestrales. Monstruos desalmados con piel de café, pelos oscuros, y paraísos escandalosamente derrochados y mal administrados. Una batalla por la ciencia, por la religión. Por la vida. Quinientos veintiún años antes que los festejos, antes que las demandas, antes que las protestas. Quinientos veintiún años antes que la tarde en que se detiene algún partido de fútbol por cantos xenófobos, que alguna chica se abraza a su amado en un parque, o que miles de niños son alentados a disfrazarse de un hombre valiente con sombre

como maquinita por la gran ciudad

Por ello que,  de la misma manera que “se lleva” el cuerpo,  se lleva la casa hacia donde se vaya. ALEJANDRO HABER – LA CASA, LAS COSAS Y LOS DIOSES La ciudad es anónima. Somos todos sombras sin nombres ni rostros, y el anonimato nos envuelve. No somos nadie entre tanta gente. Uno más, caminando entre miles. En nuestra mente, para nosotros mismos, ¿somos anónimos? Son casi las diez de la mañana. El sol, otra vez, está hace rato allá arriba. Salgo de casa, y cruzo la calle y la placita triangular para caminar por la avenida. Nadie camina por acá, y parece que a nadie le interesa. Las veredas no existen, son sólo una extensión en tierra del asfalto de la Bartolomé de Castro, que baja del Jumeal y te deja en la rotonda al frente del Hospital San Juan Bautista. Esta avenida es casi un recorrido obligatorio para las bicicletas y corredores deseosos de ejercitarse.    –¿Vio el semáforo, m’hijo? –me pregunta una señora que lleva una bolsa de arpillera de muchas franjas

el arte de la voz

Sus palabras salieron como una lanza que raja el viento sin dolor, y se clavaron en medio de su pecho. Un susurro suave, enternecido, acogedor, cantado en gritos y soplidos. Naturaleza viva, surgiendo de las entrañas de sus labios, carne de la tierra. El mundo se le torna más comprendido, más suyo, más fácil. Más fresco. El pentagrama se contorsiona, y el arco abraza las cuerdas y se queda allí, mirándolas, besándolas. Las hojas pestañearon al sentir la brisa de su voz, cálida y húmeda a la vez. Empujaron una lágrima gigante que subió sus tallos hasta llegar al mismo cielo, y las nubes bailaron al son del bombo y su retumbar. El rasguido de su boca y la mano de su cuerpo caminaban sobre la armonía y el caracol en la oreja. No hay nada más lindo que mostrar música.

desagradablemente adictivo

Estaba en la casa de una amiga, pero no parecía su casa. Era un departamento con una habitación, el baño y nada más. Había un perro, no muy grande, blanco, con las orejas un poco más oscuras. También había un cerdito, rosado, parecía suave, con rico olor, tan chiquito que se podía sostener en una mano. Era raro, porque a mí nunca me gustaron mucho las mascotas estrambóticas. No congenié jamás con loros o catas; siempre me atacaban, o no querían repetir las palabras que yo les decía. Las tortugas me parecían aburridas, siempre ahí quietecitas sin hacer nada. Los peces... bueno, son peces. Una vez, no se por qué, tuvimos en casa una pecera enorme con algo adentro. Creo que eran moscas, que comían carne e iban a engendrar unos gusanos carnívoros. O algo así. Tuvimos, también, un quirquincho, durante dos o tres días, adentro de una caja grande de cartón. Con un amigo encontramos, en el fondo del patio de casa, una víbora ciega. Era violeta, con la cabeza blanca en punta, como un lápiz. Er