Era el partido definitorio, la final del mundo, o mucho más que
eso. Se ponía en juego la pelota blanca que tanto queríamos. Esa que tanto
habíamos pateado hasta el cansancio en la calle de casa hasta que se hacía de
noche. Esa con la que tanto nos habíamos divertido. La que tantas veces tuvimos
que reparar. Mi hermano pateó al arco un tiro débil. Antes de que llegara a las
manos del arquero, la pelota rebotó en una piedrita que había en la cancha, se
desvió y entró en el arco. Era una piedrita rara, no era gris como todas las
demás; era marrón. Y cuando la pelota le pegó, salió volando en la dirección
contraria. Ganamos el partido. Empezaron los insultos de parte de los que
perdieron. Y contestamos. Uno de ellos agarró la piedrita y me la tiró. Yo me quedé
quieto. Si tengo que ser específico, tardó más de dos minutos en el aire antes
de que llegara a pegarme en la cara. La veía viniendo hacia mí, girando
lentamente sobre su eje, y no sabía qué hacer, estaba como paralizado. Cuando
finalmente llegó a mi cabeza, un montón de tierra se metió en mis ojos, y no
pude ver nada. Lo único que sentí fue un pequeño golpecito en mi frente,
seguido de un agarrón en mi brazo mientras mi hermano me decía: “¡Corré, que
nos matan!”.
Esta no es una historia que inventé yo, sino que se inventó sola, mientras un piji revoloteaba dentro de auto gris. Lo único que estoy haciendo aquí es escribirla. Muchos años antes que esta tarde, allá por diciembre del dos mil tres, entré a la habitación de mi madre. Tenía diez años. Ella estaba en su cama, con los ojos todavía húmedos, abrazada a uno de mis hermanos. Hacía una semana que su madre, mi abuela, había fallecido. Trataba siempre de llorar en silencio, en su cuarto, para no entristecernos, para que seamos menos infelices, quiero creer. En ese momento hablaba con mi hermano de algo que no no escuché. Ahora, supongo que ella le estaba contando anécdotas de Carmita, su madre, porque le hablaba con una voz suave y lenta, en un susurro envolvente, mirándolo tiernamente a los ojos desde arriba mientras le acariciaba los rulos. Lo miraba a él, y la miraba a ella. Mi hermano tenía la vista puesta en la pared, o en otro lugar, en los lugares que mi madre le relataba, y la boca
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