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kusilla, kusilla

A la tierra que consuela tu llanto, al capullo que se despereza y se abre, al árbol que dice basta y cae en sueño, al grito de la carne en la parrilla chispeante, al viento que seduce al polvo y lo invita a pasear de su mano, al perro que corre y ladra al lado del auto que pasa, al niño que siente el triunfo de haber sido el primero en descifrar lo que significa la letra de la canción, a la mandarina que llama al pájaro y lo anima a probarla, a la sonrisa de esa mujer que alborota al más rojo de los cachetes, al pelo de noche de luna llena ahumado por la chimenea, al gato que se contorsiona y doblega ante la caricia de la mano, a la cal y el cemento en la mañana fría de un agosto, a la hoja coreógrafa que marca el camino del otoño, al chocolate que se derrite al susurro de la llama, a los hijos que se conocen y hacen que sus padres se conozcan, a la señora sentada a las seis de la tarde en la vereda en una silla plegable, a la humedad de mil años de un repasador, a las bromas que una abeja le hace a una flor mientras coquetea con otra, al adobe que te abraza, al sol que cuando te alumbra te convierte en girasol.

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Esta no es una historia que inventé yo, sino que se inventó sola, mientras un piji revoloteaba dentro de auto gris. Lo único que estoy haciendo aquí es escribirla. Muchos años antes que esta tarde, allá por diciembre del dos mil tres, entré a la habitación de mi madre. Tenía diez años. Ella estaba en su cama, con los ojos todavía húmedos, abrazada a uno de mis hermanos. Hacía una semana que su madre, mi abuela, había fallecido. Trataba siempre de llorar en silencio, en su cuarto, para no entristecernos, para que seamos menos infelices, quiero creer. En ese momento hablaba con mi hermano de algo que no no escuché. Ahora, supongo que ella le estaba contando anécdotas de Carmita, su madre, porque le hablaba con una voz suave y lenta, en un susurro envolvente, mirándolo tiernamente a los ojos desde arriba mientras le acariciaba los rulos. Lo miraba a él, y la miraba a ella. Mi hermano tenía la vista puesta en la pared, o en otro lugar, en los lugares que mi madre le relataba, y la boca...

viernes 3 AM

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volando por ahí, y estoy

Estaba a pocos metros de la esquina de Santiago del Estero y Humberto Primo, esperando el 60. Adelante mío había una mujer que no tenía más de treinta años. Llevaba puesta una remera no tan blanca, y unos pantalones verdes. En la mano tenía una campera pesada, y la agarraba con desprecio, quizás porque hacían más de veinte grados y ahora tendría que cargar con ella toda la tarde. Se acercó un señor grande, con pantalones y campera del mismo color, un verde podrido. Estaba sucio, y caminaba como Tribilín, encorvado hacia delante, con las manos en los bolsillos. “Vendo merca, paco, porro, vendo”, seguía gritando, mientras se filtraba entre los autos que esperaban el verde del semáforo.  Se paró al lado de la mujer de la campera, del otro lado de la señal azul que indica la parada del colectivo. Abrió el basurero naranja y escupió adentro. “Vendo merca, paco, porro, vendo”, volvió a gritar, y se reía, y se repetía como para sí mismo “vendo merca”, mirando el suelo y asintiendo lenta...