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el viaje del desvelo

Me acaricio el pelo, en mi dedo enrollo un mechón. Lo envuelvo hasta que no da más, y mi cuero cabelludo reclama su pertenencia. Estiro la mano, toco la pared. La pintura, extendida sobre el revoque fino, me recuerda la piel de una mandarina. Las mandarinas del patio de mi casa, cuando todavía existía ese mandarino, cuando todo era más simple. Todo era más simple y, sin embargo, nunca lo aproveché. Todas las mañanas me despierto con frío, quizás por la temperatura que desciende al dormir. Aunque me acueste con mil mantas encima, aunque duerma con calefacción. En los últimos días, al frío se le sumó una desolación terrible. Tan terrible que no me deja salir de la cama. Me tensa los músculos, me aprieta los dientes, me ensombrece el pecho. Es como un cuenco de bronce gigante e invisible que me aprieta el tórax, cada vez más fuerte. Amenaza con asfixiarme, pero sé que puedo respirar si me lo propongo. ¿Qué haría si la respiración no fuese algo involuntario, si dependiese de...
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volverte a llorar

Me acerqué al muelle, un muelle enorme de cemento. En la esquina, apoyado en la baranda, sosteniendo el termo y el mate con las manos, te lloré. Me sentí raro llorándote, y más raro aun cuando te dije hola. Hola, te extraño. Desde el muelle se ven los autos pasar por la Costanera. Es como una autopista, siempre hay autos moviéndose a gran velocidad. El sonido de las ruedas mordiendo el asfalto es infinito y eterno. Sin embargo, dos autos se detienen. De ellos se baja un grupo de personas. Están en silencio. Desde acá se percibe que es una situación extraña, inusual. Caminan lento hasta la pared de la vereda (esa que da al río), oyendo solo las ruedas detrás suyo. Caminan lento pero decididos. No se miran. El muelle se mueve despacito hacia la costa, y estoy cada vez más cerca de ellos. Puedo ver sus caras cuando llegan al borde blanco de un metro de altura. Son personas de muchas edades distintas, pero solo hay un viejo. Es canoso y tiene un saco negro. Có...

nuestras miserias

Y un día nos dimos cuenta que nuestra única preocupación era si tener un perro o no. Si nos bancaríamos tener que sentirnos atados a un lugar porque un animal vivía ahí (el animal no podría salir por su cuenta, vagar por un monte lleno de posibilidades para matar el hambre, arreglárselas solo y sobrevivir dos días sin nadie), o tener que ser de quienes dependa la salud de otro ser vivo además de nuestros propios cuerpos.  No la única, claro. Pero esa noche, cuando la discusión nos regaló un descanso y nos miramos los cuatro, lo sentimos. La risita de uno, o la vista perdida en el techo y en las paredes de otro (en las esquinas hermosas, en los ventanales de hierro, en las plantas envolviéndonos). Todo nos pertenecía: el tiempo, las ganas de quedarnos tomando ese vino hasta que cayera la última gota que el cielo tenía para ofrecernos, la carne que sobraba en nuestros platos, nuestros cuerpos. Nuestros cuerpos. Eso era: la asimilación de la sangre escurriéndose por nuest...