Me acaricio el
pelo, en mi dedo enrollo un mechón. Lo envuelvo hasta que no da más, y mi cuero
cabelludo reclama su pertenencia. Estiro la mano, toco la pared. La pintura,
extendida sobre el revoque fino, me recuerda la piel de una mandarina. Las
mandarinas del patio de mi casa, cuando todavía existía ese mandarino, cuando
todo era más simple. Todo era más simple y, sin embargo, nunca lo aproveché.
Todas las mañanas
me despierto con frío, quizás por la temperatura que desciende al dormir.
Aunque me acueste con mil mantas encima, aunque duerma con calefacción.
En los últimos
días, al frío se le sumó una desolación terrible. Tan terrible que no me deja
salir de la cama. Me tensa los músculos, me aprieta los dientes, me ensombrece
el pecho. Es como un cuenco de bronce gigante e invisible que me aprieta el
tórax, cada vez más fuerte. Amenaza con asfixiarme, pero sé que puedo respirar
si me lo propongo. ¿Qué haría si la respiración no fuese algo involuntario, si
dependiese de mí, de mis ganas de respirar, de mi cuerpo, de mis músculos
agarrotados, de mi pecho aplastado?
Creo que no
siempre elegiría respirar. No se puede querer vivir todo el tiempo, y mucho
menos teniendo que respirar segundo a segundo. La vida sería mucho más
abrumadora, más consciente. O, quizás, mucho más simple: sin responsabilidades
importantes, ya que tenemos que mantenernos con vida, incansables. Tal vez, eso
nos haría mejores, más capaces, al tener que desarrollar nuestras actividades
incluso teniendo que respirar de manera consciente.
Pero yo no
elegiría respirar todo el tiempo. ¡Qué tanto más fácil sería no vivir más,
carajo! Dejar de respirar, dormirse despacio, relajar el cuerpo y no
despertar.
No sé lo que
estoy haciendo. Me paso los días de un lado al otro, moviéndome sin sentido,
para terminar en la cama sin entender qué fue lo que hice.
No sé qué hago
escribiendo en estas hojas, me siento un imbécil. Esto jamás va a servir para
nada, y por una sola razón: no quiero que sirva.
Ayer me acosté
tarde, después de haber ordenado mi pieza. Miraba el techo a oscuras,
adivinando las paletas del ventilador, esas tablas blancas con años en forma de
tierra acumulados en sus lomos. Miraba el ventilador y pensé en Lucas. Recordé
una noche en que jugamos a meter el dedo en el ventiladorcito de plástico de su
pieza. El que lograba pararlo, ganaba. Era estúpido, pero nos divertía.
Qué
será de la vida de Lucas. Lucas y sus pelos largos, su mirada rápida,
observando todo. Éramos muy amigos, hasta que me mudé y él se quedó. La amistad
se fue apagando. Quizás no era tan fuerte, o no nos animamos a esforzarnos.
Lucas y sus zapatillas siempre sucias. Su risa siempre contagiaba.
Cuando me di
cuenta, me estaba tocando la verga. Tenía una erección enorme, y me asusté.
¿Por qué me excitaba eso? Ni siquiera quise pensar en lo que me excitaba. ¿Por
qué estaba asustado? Era abrir la puerta y ver, nada más, qué había del otro
lado. Pero, al mismo tiempo, me detenía. Cerraba los ojos, y Lucas, su cara,
sus brazos fuertes y medio flácidos. Los abría, rápido, y el techo seguía ahí
arriba. Lucas y su pecho chato, las paletas blancas, inmóviles.
Cerrar los ojos
era mantener la respiración a cinco metros de profundidad. A los pocos
segundos, necesitaba abrirlos o moriría ahogado.
Me enojé. Conmigo
mismo, con el mundo. Volví a cerrar los ojos, y me obligué a mantenerlos
cerrados. Lucas en la pileta, Lucas metiendo los dedos en el ventilador. Me
dejé llevar, cada vez me hundía más. Transpiraba mientras me masturbaba con
rabia, apurado por si alguien me veía masturbándome con el recuerdo de mi
amigo.
Sentía las
sábanas mojadas de transpiración. Me imaginé a Lucas transpirado, desnudo, sentado al
lado mío. Me moví con más fuerza, con bronca por apurarme y no estirar lo que
disfrutaba. Con un espasmo reprimido por mis dientes apretados, acabé. Pero no
me detuve. Seguí, como si fuese la última paja antes de la horca, y metí en la
cama a Paula, una amiga de aquellos tiempos.
El aire estaba
quieto, tan quieto que podía sentir las partículas de tierra acostándose sobre
dorso de la paleta blanca. Se acostaban y se acariciaban, mientras veía a Paula
recorrer el cuerpo de Lucas con su lengua, ella viéndome también. Los dos me
miraban, y me zambullí en ellos. Éramos engranajes sin dientes, girando unos
encima de otros, tocándonos, penetrándonos, lamiéndonos. Transpirados, mojados,
desnudos. Lucas besando la nuca de Paula, mis dedos en la boca de Paula, mis
ojos mirando desde arriba.
Mi mano estaba
acalambrada, y acabé otra vez. Volví a respirar, llegando a la superficie a
segundos de morir.
Las sábanas
estaban empapadas. Me limpié como pude, y me di vuelta. Sentí miedo por lo que
había hecho, pero se desvaneció en pocos segundos.
Alguien me iba a
juzgar pero, si no era yo, ya no me importaba.
Comentarios
Publicar un comentario