Me acerqué al muelle, un muelle enorme de cemento. En la
esquina, apoyado en la baranda, sosteniendo el termo y el mate con las manos,
te lloré. Me sentí raro llorándote, y más raro aun cuando te dije hola.
Hola, te extraño.
Desde el muelle se ven los autos pasar por la Costanera. Es
como una autopista, siempre hay autos moviéndose a gran velocidad. El sonido de
las ruedas mordiendo el asfalto es infinito y eterno.
Sin embargo, dos autos se detienen. De ellos se baja un
grupo de personas. Están en silencio. Desde acá se percibe que es una situación
extraña, inusual. Caminan lento hasta la pared de la vereda (esa que da al río),
oyendo solo las ruedas detrás suyo. Caminan lento pero decididos. No se miran.
El muelle se mueve despacito hacia la costa, y estoy cada
vez más cerca de ellos. Puedo ver sus caras cuando llegan al borde blanco de un
metro de altura. Son personas de muchas edades distintas, pero solo hay un
viejo. Es canoso y tiene un saco negro.
Cómo se hace, le pregunta el viejo a la mujer que está a su
derecha. Recién entonces veo que lleva en sus manos una cajita de madera.
Quiere abrirla, pero no puede. Está sellada, le dice la mujer. Se tira así, qué
se yo. Está bien, dice el viejo.
Está bien.
Mira la caja, agarrándola con las dos manos.
Y todas las ruedas del mundo se callan.
Su cara se contrae y sale un llanto agudo de su boca, de su
garganta, de su nariz. No son más que cuatro segundos.
Chau, le dice a la caja.
Chau, mamita.
Y le da un beso.
Y la suelta.
La caja cae al agua. No sé calcular bien las distancias,
pero deben ser tres metros de altura. Cae con un ruido sordo. Todos se quedan
ahí, mirando la caja que no se hunde, que se queda ahí, flotando.
Qué pasa, dice el viejo. Nada, le responde el hombre a su
izquierda, apretándole el hombro con su mano húmeda. Ya se va a ir.
La caja se queda unos segundos más, moviéndose con el ritmo
de las olas. Se queda recibiendo las últimas miradas, esperando las últimas
lágrimas.
Y se va.
Se pierde de vista. Y se puede sentir cómo, al tocar fondo,
se disuelve en el agua. En ese Río de la Plata que miró todos los días de las
últimas décadas de su vida desde el comedor, sentada en su silla con
apoyabrazos y almohadones blancos, al lado de un timón de barco y de un reloj
cucú. Mirando y pensando.
El grupo comienza a irse, muchos abrazando al viejo. Solo se
queda un veinteañero, y una chica de su edad vuelve a buscarlo. Se abrazan. Sus
cuerpos encajan como si se hubiesen ido amoldando con el paso del tiempo.
El chico mira al muelle donde estoy yo. Mira el parque que
hay detrás de mí.
Algún día voy a volver, parece pensar. Voy a volver y voy a
ir a ese muelle. Voy a mirar todo desde ahí.
Voy a venir a saludarte.
Y te voy a volver a llorar.
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