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volando por ahí, y estoy


Estaba a pocos metros de la esquina de Santiago del Estero y Humberto Primo, esperando el 60. Adelante mío había una mujer que no tenía más de treinta años. Llevaba puesta una remera no tan blanca, y unos pantalones verdes. En la mano tenía una campera pesada, y la agarraba con desprecio, quizás porque hacían más de veinte grados y ahora tendría que cargar con ella toda la tarde. Se acercó un señor grande, con pantalones y campera del mismo color, un verde podrido. Estaba sucio, y caminaba como Tribilín, encorvado hacia delante, con las manos en los bolsillos. “Vendo merca, paco, porro, vendo”, seguía gritando, mientras se filtraba entre los autos que esperaban el verde del semáforo.  Se paró al lado de la mujer de la campera, del otro lado de la señal azul que indica la parada del colectivo. Abrió el basurero naranja y escupió adentro. “Vendo merca, paco, porro, vendo”, volvió a gritar, y se reía, y se repetía como para sí mismo “vendo merca”, mirando el suelo y asintiendo lentamente con la cabeza con una sonrisa extraña. Una sonrisa que reflejaba que aquello no era cierto, que si aquello fuera cierto, no estaría en ese lugar, con esa ropa, ni con ese carrito con su colchón y sus cosas envuelto con un cartón verde que decía “The best”.  Le pidió un cigarrillo a la mujer y, antes de que ésta le conteste, me pidió uno a mí. Le dije que no tenía, que no fumaba, y cruzó la calle y se sentó en el cordón de la vereda.

El 60 no llegaba nunca, y preferí caminar. Los autos pasaban en la dirección contraria a la mía. Un colectivo se detuvo por un momento para que bajen y suban pasajeros. Adentro estaban todos sentados. Había un señor mirando del otro lado de la ventana. Y me miraba a mí. O miraba su reflejo en el vidrio, y sus ojos estaban muy abiertos, como sorprendido. Pero no era sorpresa, porque los ojos seguían así, redondos. En el momento en que el colectivo reanudó su marcha, sus pupilas se movieron y se posaron en distintos lugares de la pared que había en frente, y sus párpados se cerraron y abrieron muchas veces, antes de que él, sus ojos y los demás desaparecieran de mi vista.

La gente caminaba algo más rápido que yo. Esquivaban los pozos de la vereda sin siquiera mirarlos. Si había una baldosa mal colocada, o rota, no importaba; nadie se tropezaba. Una señora, con cara de recién despierta, se dejaba arrastrar por su perro. Era chiquito, y no tenía cola. Olfateaba el árbol, después la columna de más allá, y seguía tirando de la correa azul de su dueña. Movía las patitas muy rápido, como queriendo estar a tono con la gente que pasaba a su costado.

Habían muchos árboles. O, por lo menos, eso aparentaba. De este lado de la calle habían dos árboles, y del otro lado, ninguno. Pero, más allá, habían tres, y de este lado, nada. Las cortinas metálicas de los negocios que aún no abrían eran como un oasis para los aerosoles, en donde escupían toda su pintura. Parecía ser que los frentes de las casas estaban sólo disponibles para graffitis de crítica o protesta social. Era más común leer “menos hipoteca y más discoteca” al costado de una puerta que en la cortina metálica de un negocio cerrado.

Llego a la esquina de Callao y Sarmiento y un hombre, que escuchaba música con unos auriculares negros y grandes y miraba al frente con el semblante rudo, hace un chasquido con unos papelitos amarillos y me entrega uno, dado vuelta. “Promo. $40. Llamame”, decía debajo de la imagen de una mujer desnuda. En la cabina telefónica de mitad de cuadra habían muchos más, pegados en diagonal uno arriba del otro, formando una hilera. También estaban pegados en los postes de luz, y en cualquier poste de cualquier cosa. 

El calor del sol ya era sobrecogedor, y el olor que salía del restaurante  “San Cayetano” hacía titubear a cualquiera. Una mujer miraba los precios de los platos pegados en hojas blancas contra el vidrio del local. Desde afuera, parecía una escena de una película muda: el mozo iba y venía de una mesa a la otra, retirando platos vacíos en una y dejando platos llenos en la de más allá. El hombre que estaba detrás de la barra se secaba la transpiración de su frente con un pañuelo, se lo volvía a meter en el bolsillo de la camisa, y levantaba el tubo del teléfono. Hablaba rápido y anotaba todo. Después, gritaba y extendía la orden al que estaba atrás, en la cocina sin darse vuelta. Pensé que mi hermano ya estaría con la comida lista esperándome, y decidí volver a mi departamento.

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