Esta no es una historia que inventé yo, sino que se inventó sola, mientras un piji revoloteaba dentro de auto gris. Lo único que estoy haciendo aquí es escribirla.
Muchos años antes que esta tarde, allá por diciembre del dos mil tres, entré a la habitación de mi madre. Tenía diez años. Ella estaba en su cama, con los ojos todavía húmedos, abrazada a uno de mis hermanos. Hacía una semana que su madre, mi abuela, había fallecido. Trataba siempre de llorar en silencio, en su cuarto, para no entristecernos, para que seamos menos infelices, quiero creer. En ese momento hablaba con mi hermano de algo que no no escuché. Ahora, supongo que ella le estaba contando anécdotas de Carmita, su madre, porque le hablaba con una voz suave y lenta, en un susurro envolvente, mirándolo tiernamente a los ojos desde arriba mientras le acariciaba los rulos. Lo miraba a él, y la miraba a ella. Mi hermano tenía la vista puesta en la pared, o en otro lugar, en los lugares que mi madre le relataba, y la boca abierta, como hipnotizado por las historias, por su voz. Por ella. Yo entré, sin prestar atención a esto, llorando.
Ahora, voy a volver a una semana más atrás. Era un cinco de diciembre de dos mil tres. Las clases habían terminado ese día, y nos fuimos a la casa de una compañera a festejar. Todos jugaban, saltaban, corrían, comían. Yo, en cambio, fingía que lo hacía. En realidad, deseaba no hacerlo, pero me sentía obligado a actuar. Deseaba estar jugando de verdad, gritar con la misma emoción que los demás, correr y comer como cerdo porque recién comenzaban las vacaciones. Pero no podía. En mi cabeza, en mi corazón y en mi estómago, sabía que mi abuela estaba internada, muy enferma, y que mi madre estaba ahí, a su lado, rezando por ella. La cosa se puso peor cuando todos se empezaron a ir, y me fui quedando solo en esa casa con restos de alegrías por todos lados. Supe que algo andaba mal cuando la mujer que trabajaba allí me dijo que mi padre había llamado para avisar que se había demorado, pero que en un ratito me pasaba a buscar. Nunca avisaba esas cosas: si se olvidaba de buscarme, se olvidaba también de informarlo. Después de decirme eso, la mujer me ofreció un vaso de gaseosa, y me habló distinto. O quizás era yo el que lo sentía distinto, imaginando que ella sabía algo que me iba a enterar dentro de unos pocos minutos, y solamente me había ofrecido un vaso de cocacola.
Cuando cerré la puerta del auto, mi papá me preguntó cómo había estado la fiesta. “Bien”, le dije desinteresadamente. Pero era un desinterés adrede. Y él lo entendió. Paró el coche, y me miró con los labios finitos porque estaban metidos hacia adentro, y el ceño fruncido como el de un perro que mira a su dueño con un palo en la mano después de haberle meado la alfombra. Yo esperé, y traté con todas mis fuerzas de poner la cara más normal del mundo, para que me lo diga. No quería hacer nada hasta escucharlo.
–Falleció la abu –soltó después de diez segundos sudorosos e interminables. Me abrazó con fuerza, y fue en este momento cuando el piji hizo su entrada triunfal, volando con su aleteo imperceptible, con las patitas largas todas juntas que colgaban como un péndulo sin punta. Nadie lo pudo haber visto jamás, porque era un piji invisible. Un piji de la vida. Mientras mi padre me abrazaba con fuerza, el aguijón poderoso e indoloro se me incrustó en algún lugar de mi cuerpo.
No me ardió, ni me di cuenta de nada. La aguja del piji se quedó en mí, quizás en mi corazón, o en mis glándulas lagrimales, no lo sé. Pero, a partir de ese momento, una parte de mi cerebro me clausuró la posibilidad de llorar. Por más que quisiese, por más que viese a todos llorando, abrazándose y consolándose, mis cachetes estaban secos, curtidos y agrietados por la ausencia de una lágrima que se deslizara y les marcara el camino a sus futuras compañeras.
Una semana después de aquella noche en el auto, sin embargo, me iba a dar cuenta que el aguijón del piji no había desatado todavía todo su potencial.
Así que ahí estaba yo, llorando, con siete días de frustrados intentos de llorar sobre la espalda. Pero no estaba siendo consciente de esto. No me di cuenta de que, por fin, estaba llorando, expulsando así al aguijón del piji para siempre. No, estaba concentrado en mi enojo, en mi berrinche, en mi videojuego que se había roto y no quería funcionar. Mi madre, la de los ojos todavía húmedos, me miró, y me preguntó qué me pasaba. Cuando se lo intenté explicar, entre llantos y puteadas, tartamudeando algo sobre un jueguito de mierda que no andaba, su cara se transformó. Su antigua cara de melancolía se volvió triste. No me gritó, ni me pegó, ni me puso en penitencia -aunque ahora lo hubiese preferido-.
– ¿No lloraste por tu abuela, y llorás por ese juguete? Mañana te compro otro, si tanto te interesa –fue todo lo que me dijo. Me di vuelta, y el efecto del piji fue total. El aguijón no solamente -por supuesto- no se había ido, sino que ahora expulsó una especie de veneno que me llenó de una enorme culpa. Lloraba únicamente por las cosas que se rompían, por los juegos que no podía ganar, los dibujos que no podía hacer, por los golpes, pero no por cosas realmente profundas. Nunca nadie supo por qué no podía llorar al final de las películas que emocionaban, o por qué no lloré en la cena de velas en Bariloche. Ni cuando todos nos despedíamos, o cuando me fui a vivir solo. Ni siquiera cuando falleció mi abuela. Y la culpa por no poder hacerlo se acumuló dentro mío de a poquito. Nunca lo hablé con nadie, claro, porque el veneno no me dejaba hacerlo.
Una noche, solo, en mi departamento, sentí algo, una cosa rara en mi cuerpo. Un movimiento de una espina, o algo por el estilo. Ya no recordaba aquél piji que me había clavado su aguja años atrás, en ese auto gris, y que una semana después me envenenó, en el cuarto de mi madre, mientras yo me daba la vuelta para irme y ella se quedaba con mi hermano, contándole historias de su abuela, mi abuela. El piji, el mismo de aquella noche del auto gris, silencioso como siempre, se apoyó en algún lugar de mi cuerpo, con sus patas finitas y largas, y sus alas se quedaron quietas, apoyadas en su espalda. De un solo tirón, extirpó la aguja, recuperando su compañera de toda la vida. Como un trueno que sonó muchos años después de haber caído el rayo, una catarata espasmódica brotó desde adentro mío. Creo que estaba viendo el final de una película, no lo sé. Pero lloré. Y lloré de verdad. Y lloré por todo por lo que no había podido llorar antes, y llegó el turno de recordar esa noche en el auto, cuando no pude sacar las lágrimas, y cuando en la sala velatoria tampoco pude hacerlo, y lloré desde la memoria, desde el recuerdo. Como cuando uno presiona una picadura de una avispa para que salga todo el veneno, lloré hasta que la culpa se fue. Toda, de a poco, se diluyó en forma de gotas.
Quizás nunca existió nada de eso, y todo fue algo que se bloqueó en mi cabeza, y lo aflojé un día, mirando una película. Quizás la culpa no fue ningún veneno, sino solamente eso, culpa. Culpa por no haber llorado cuando tendría que haberlo hecho, culpa de no poder mostrarme sensible ante las cosas que realmente me importaban, culpa por sentir que mi madre pensaba que no había llorado nunca por la muerte de mi abuela.
El piji se apoyó en la ventana, y revoloteó las alas, pero se quedó ahí, en el cristal. Me levanté y me acerqué a él. Movía sus alitas, y las volvía a dejar quietas, y de nuevo las agitaba otra vez. Abrí la hoja de la ventana en la que no estaba apoyado, y me quedé esperando. Lo miré, y me pasé la mano por la cara mojada, para rascarme. Pero no me picaba, porque era un llanto sano, no de esos que arden porque son de bronca o de enojos, y nos los refregamos y más nos pican. Estuve a punto de secarme la última gota, pero la dejé rodar. Caminó por mi cachete, llegó hasta mi mandíbula, y saltó hacia el precipicio. Cuando tocó la alfombra y se perdió en su color azul, el piji se despegó de la ventana y, como desfilando por una pasarela, se fue por la hoja que estaba abierta, con sus patitas juntas balanceándose de un lado hacia el otro, en silencio, despacito, y ya sin molestar.
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