¡Y vivió, nomás! El tipo salió, volvió y se adaptó nuevamente. Claro, se "adaptó". Nunca más va a ser igual. Pero, por lo pronto, puede vivir. Claro, "vivir". Se hace lo que se puede. Y más si recién llegás del infierno mismo. Al verlo desde arriba, se piensa que sí, se puede. La cosa es mantenerse en esa mirada superior. No pienses en bajar, y ver todas las miserias, una por una, porque es algo que no se puede superar fácilmente. No pienses en analizar cuáles son los problemas que le aquejan, porque son distintos para todos. No los podés arreglar, hagas lo que hagas. Los podés dibujar, distraer, pensar en otra cosa. Los podés hacer sonreír, hacer festejar. Pero siempre, siempre, van a volver. Por eso, no tenés que bajar. Siempre desde arriba. Que la angustia no te toque; hacés lo que podés. Como todos. Sino, mirá. ¿Qué podés hacer viendo uno por uno sus problemas? Nada, sólo perdés tiempo. Tiempo y motivación. Es como un hormiguero, miralo desde arriba, y vas a poder llegar a todos. Y no son todos juntos y listo. Son una población. Más que él, más él, más él, más ella, más ella, más ellos de allá. Una cosa en su conjunto. Un alma aparte. Pobre gente, sí. Pero pobre vos, también. No, no llores, es así. No está en tus manos. No eso, por lo menos. No está en las manos de nadie, sólo de las suyas propias. Cada uno se hace responsable de sus actos, de sus hechos, de sus vidas. No, vamos, levantate. Arriba. Siempre arriba. Siempre.
Esta no es una historia que inventé yo, sino que se inventó sola, mientras un piji revoloteaba dentro de auto gris. Lo único que estoy haciendo aquí es escribirla. Muchos años antes que esta tarde, allá por diciembre del dos mil tres, entré a la habitación de mi madre. Tenía diez años. Ella estaba en su cama, con los ojos todavía húmedos, abrazada a uno de mis hermanos. Hacía una semana que su madre, mi abuela, había fallecido. Trataba siempre de llorar en silencio, en su cuarto, para no entristecernos, para que seamos menos infelices, quiero creer. En ese momento hablaba con mi hermano de algo que no no escuché. Ahora, supongo que ella le estaba contando anécdotas de Carmita, su madre, porque le hablaba con una voz suave y lenta, en un susurro envolvente, mirándolo tiernamente a los ojos desde arriba mientras le acariciaba los rulos. Lo miraba a él, y la miraba a ella. Mi hermano tenía la vista puesta en la pared, o en otro lugar, en los lugares que mi madre le relataba, y la boca
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