Pasaban al frente suyo,
son más de su tamaño. Y se metió. El juego por ahí se ponía aburrido, y más si
miraba la cara de los otros. Por eso se metió con los más grandotes. No sabía
dónde estaba antes ni adónde iba, ni dónde iban ahora ni de dónde venían. Ah,
qué olor. Un olor muy familiar, no se acuerda de qué es o a qué lo hace
acordar. Sí. El olor del garaje del abuelo. Igualito. Las ruedas chirriando
porque el tata intenta no tocar el auto de al lado, porque es carísimo, y no
había plata para desperdiciar en choques con autos ni en regalos ni en nada.
Los llevó a otra habitación. De atrás se veía
igual que papá, con ese traje todo negro que usaba siempre para ir al trabajo,
con su bolso marrón oscuro, que tenía esos broches plateados que tanto le
gustaba abrir y cerrar y tantas veces lo había retado por eso. Aunque el señor
no llevaba el bolso marrón oscuro, ni ningún bolso. El negro de los zapatos era
mucho más brillante que cualquier otro negro que conocía. Cuando lo vio de
frente, había algo distinto. No sabía bien qué era. Capaz que en lugar de la
corbata de papá, había como una tirita blanca, como una cinta, pero no estaba
seguro. Capaz se la había puesto de otra forma. La corbata de papá era hermosa.
Era amarilla bien fuerte, y resaltaba mucho con la camisa blanca que usaba. La
cintita del señor también resaltaba mucho con su camisa negra.
Era una habitación
enorme. Mucho más grande que en la que estaba antes. Con todas las paredes
desprolijas, como mal hechas. Gris. Un montón de gris. El piso era así como
todo sucio, con tierra y piedritas. Era gigante. Y había camas. Pero no eran
camas lindas como la que tenía en casa. No. Eran raras, simples, de metal, como
la que usó Marquitos cuando estaba enfermo y se murió. Así. Igualitas. Todas
blancas. Todas desordenadas y destendidas. En muchas, en la parte de metal de
la cabecera había como un collar con pelotitas muy chiquititas hechas con el
mismo hilo del collar. Bolita, hilito, bolita, hilito, bolita, hilito. Era todo
así. Ah, y tenía como una cruz que le hizo acordar a algo. A la seño Vivi. La
quería muchísimo. Le encantaba. Y también le gustaban las matemáticas que les
enseñaba. Siempre olía bien. La seño. El collar de hilitos y bolitas con el
“mas” también lo vio en la foto que estaba en la pared gris de más allá. Había
un señor con un gorro graciosísimo en la foto, y con el collar. Debía ser que los hacían ellos.
Volviendo a las camas,
eran una, dos, cuatro, cinco, siete, nueve, diez, doce. Una para cada uno.
Justo. Les dijo que se sentara una persona por cama. Se sentó. Se sentaron. El
colchón tampoco era como el de casa. Era blandito y tenía como puntos, botones.
Los sintió porque justo tocó uno con la mano derecha. Lo agarraba y le dieron
ganas de arrancarlo y morderlo. Pero mejor no, estaba muy duro, y si hacía
mucha fuerza seguro lo veían y lo retaban. Y lo soltó, y se mordió el dedo,
porque se había quedado con las ganas de morder algo.
El señor habló y les
pidió que se sacaran la ropa. Otro chico preguntó si toda la ropa, y el señor
lo miró con una sonrisa muy grande y le dijo que sí, que toda la ropa. Muy
parecida a la del tío cuando le contaba todo lo que había aprendido esa mañana
en la escuela, la sonrisa. Sintió frío, como cuando mamá lo desnudaba despacito
antes de meterse en la bañera. Sin querer, tocó su panza con el antebrazo, que
estaba helado, y un escalofrío lo sacudió todo.
Les dijo que ahora iban a entrar
otros señores como él y se iban a sentar con ellos en las camas. Les pidió que
piensen en la persona más hermosa del mundo y que imaginándosela se empiecen a
acariciar, que en un ratito vendrían los otros señores. La podía ver yendo de
acá para allá, tocándole la cabeza, haciéndole cosquillas, dándole besos.
Realmente, mamá era la más linda de todas. Y siempre tan buenita. Pasaba su
mano por el pecho y después se acariciaba la panza, como le hacía ella.
-Así, hijo. Lo hacés bien – le dijo un señor
que se sentó al lado suyo y le tocaba la
pierna derecha.
¡Y claro, si ya tenía siete!
Comentarios
Publicar un comentario