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tropezón de sensaciones

Un sudor frío que te envuelve por fuera, y un calor agobiante que te brota de adentro. No sabes qué sentir, ni qué hacer. Si tenes que salir a romper todo, si te tenes que quedar a llorar en tu casa, o si tenes que hacer de cuenta que nada pasó.

Lo que le está pasando al Rojo me lleva inevitablemente a lo que nos pasó a nosotros. Recuerdo ese 26 de junio de 2011, esa fecha que no se va a olvidar. Creo que rendía un parcial al día siguiente, o al siguiente. Me levanté un rato antes de que comenzara el partido -comenzaba a las 15:00 horas- para cocinarme unos fideos con salsa de tomate. Después de hervir el agua en la olla, y haber preparado la salsa, busqué los fideos en la despensa, y me di cuenta que no tenía más. Salí disparado a buscar algún mercado que estuviese abierto. Y en el apuro, salí en remera, shorts y ojotas, con una temperatura que no llegaba a los 10ºC. Correr al pedo, para volver a tu departamento sin los fideos -obvio, era domingo a las casi 3 de la tarde- y resfriado, fue cerca, lo más feo. Lo más feo fue, sin dudas, estar comiendo salsa de tomate con algún pedazo de pan que había por ahí, mientras veía cómo a mi equipo, que ganaba 1-0 en el partido de vuelta -el de ida había perdido 2-0-, y que estaba a punto de salvarse del descenso -con un empate manteníamos la categoría-, el árbitro decide no cobrarle un penal a favor tan, pero tan obvio, que hasta los de Belgrano se quedaron esperando que lo cobre. Pero no, cobró saque de esquina. Esa ilusión extrema expresada en el momento que ví que Caruso caía pateado por un defensor de Belgrano, duró menos de un segundo al ver la decisión del árbitro. Pero el dolor no se va a ir. No importa si después nos dieron un penal inexistente, el daño ya estaba hecho. Era irrelevante si Pavone metía el gol, o no. El partido ya estaba cerrado.

En fin, es triste ver de nuevo todo esto, pero ahora del otro lado. Nunca va a ser agradable ver a un grupo de hinchas rompiendo el alambrado para salir a la cancha, pero es realmente triste ver que esos hinchas no salían a ninguna cancha, sino que estaban suspendidos en un techo del cuál no podrían bajar, salvo tirándose, y que lo hacían movidos por la impotencia, por el desconsuelo, por el dolor. Y, quizás, tampoco sabían qué sentir, ni qué hacer. Al igual que los demás hinchas, que se quedaron sentados, llorando en sus lugares, o haciendo como si nada pasaba.

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