Ir al contenido principal

viernes 3 AM

Hacía cinco días que le pasaba lo mismo. Eran las tres de la mañana y miraba acostada por la ventana cómo se prendía una luz en un departamento del edificio del frente. Trataba de imaginarse qué hacían a esa hora despiertos. En su cabeza podía ver a una señora que se levantaba para ir a tomar agua, o ir al baño, o ambas, quién sabe, y después se dormía. Miraba también cómo la barra de acero del perchero se había torcido en el medio hacia abajo por el peso de los abrigos. Estaba harta de esta situación, de no poder descansar lo suficiente, tener que levantarse temprano, prepararse un mísero desayuno, caminar hasta la facultad, cursar seis grises horas, caminar corriendo hacia la oficina mientras comía algo frío y seco, ir de acá para allá entre la oficina y el lugar al que la mandaba el idiota del jefe durante ocho horas aún más grises que las seis anteriores, esperar el colectivo, llegar y prepararse algo rápido para comer y acostarse e intentar dormir. Tenía que hacer algo con ese insomnio. Sonó el despertador. Lo apagó y se quedó mirando al techo mordiéndose el labio inferior. Bronca. Bronca y cansancio. Agarró de la mesita de luz su remedio, se lo metió en la boca, tragó y empezó con su día.

“Esto no puede seguir así” se decía al ver que el reloj marcaba las tres y media. Era la sexta vez consecutiva. Sacaba la vista de la ventana para posarla en la barra de acero doblada del perchero. ¿Se doblaba más y más cada día? Se convenció de que a la mañana llamaría al médico para consultarle sobre su insomnio y sobre la posibilidad de comenzar a tomar pastillas para dormir. Volvió a encender la luz, agarró la novela y siguió leyendo un rato más. Sonó el despertador. Lo apagó y siguió con la lectura hasta q terminó el capítulo. Sacó de la mesita de luz su remedio, se lo metió en la boca, tragó y empezó con su día.
Eran las tres de la mañana, y en cuatro horas tenía cita con el médico. Éste le pidió que no tomara ningún medicamento y que vaya bien comida. Estaba intrigada por las instrucciones del doctor. ¿Qué tenía que ver el medicamento con su insomnio? ¿Y la comida? Intentó pensar en otra cosa y miró la barra de acero torcida del perchero. Parecía estar tan doblada que, en cualquier momento, se iba a caer todo. ¿Estaba alucinando, o realmente unos cuántos abrigos podían doblar así una barra de acero? Abrió el libro en donde estaba doblada la esquina superior derecha de una de las páginas y siguió leyendo. Sonó el despertador. Las cinco y treinta. Tenía media hora para vestirse, ir al baño y desayunar, para después bajar, cruzar la calle y tomar el colectivo que atravesaba toda la ciudad hasta llegar al consultorio con diez o, tal vez, quince minutos de sobra. Agarró el remedio, se lo metió en la boca, y como si quemara, lo escupió rápido. Casi se olvida.

Cuando salió del consultorio, el frio de la mañana le hizo cerrar las manos, pero se quedó parada, mirando a la nada; sus ojos buscaban algo, una respuesta. No podía entender por qué el médico le había entregado un sobre y le había pedido que no lo abriera hasta que estuviese en su casa. Pasaron largos minutos hasta que se percató de que todavía estaba a tiempo de llegar a su última clase del día.

Bajó del colectivo y, cuando levantó la vista para ver las enormes escaleras de la facultad, un escalofrío recorrió su cuerpo, y sintió un sudor helado. Allí, al frente, no había ninguna enorme escalera, ninguna facultad, ninguna nada. Era un parque. Desesperada, fue hasta el cartel con el nombre y numeración de la calle, pero estaba en el lugar correcto, o, por lo menos, en el lugar que solía ser el correcto. Tres gotas pequeñas cayeron al lado de sus zapatos, y se venían más. Se refregó los ojos y corrió como nunca lo había hecho. Poco le importaron los semáforos, los autos, señoras viendo vidrieras de los negocios, hombres paseando perros, vendedores ambulantes de ropa interior, o niños caminando alegremente de la mano de su mamá. Cuando llegó a su casa y quiso abrir la puerta, la llave no encajaba. Estuvo más de cuatro minutos tratando de hacer que entrara. Rendida, exhausta, asustada, y llorando, se le ocurrió, por alguna razón, abrir el sobre que le dio el médico. Adentro había una carta escrita a mano y una pastilla en una bolsita. Leyó la carta, secándose las lágrimas:

“Tranquila. El remedio que te daba no era otra cosa que pastillas para dormir. Te levantabas todas las madrugadas, leías un poco y tomabas el calmante. Hace diecinueve años que estás internada en tu casa. Todo lo que pensabas que hacías no era más que un sueño. Dejé que veas por tu cuenta que no existe tal facultad, como tampoco ese trabajo al que tanto odias. Ahora, tranquila, tomá esta pastilla que te dejé y todo va a volver a la normalidad, te lo prometo”.

Ya no lloraba. Abrió la bolsita, sacó la pastilla, se la metió en la boca, tragó y empezó con su día.

Comentarios

Entradas más populares de este blog

memorias de un piji

Esta no es una historia que inventé yo, sino que se inventó sola, mientras un piji revoloteaba dentro de auto gris. Lo único que estoy haciendo aquí es escribirla. Muchos años antes que esta tarde, allá por diciembre del dos mil tres, entré a la habitación de mi madre. Tenía diez años. Ella estaba en su cama, con los ojos todavía húmedos, abrazada a uno de mis hermanos. Hacía una semana que su madre, mi abuela, había fallecido. Trataba siempre de llorar en silencio, en su cuarto, para no entristecernos, para que seamos menos infelices, quiero creer. En ese momento hablaba con mi hermano de algo que no no escuché. Ahora, supongo que ella le estaba contando anécdotas de Carmita, su madre, porque le hablaba con una voz suave y lenta, en un susurro envolvente, mirándolo tiernamente a los ojos desde arriba mientras le acariciaba los rulos. Lo miraba a él, y la miraba a ella. Mi hermano tenía la vista puesta en la pared, o en otro lugar, en los lugares que mi madre le relataba, y la boca...

volando por ahí, y estoy

Estaba a pocos metros de la esquina de Santiago del Estero y Humberto Primo, esperando el 60. Adelante mío había una mujer que no tenía más de treinta años. Llevaba puesta una remera no tan blanca, y unos pantalones verdes. En la mano tenía una campera pesada, y la agarraba con desprecio, quizás porque hacían más de veinte grados y ahora tendría que cargar con ella toda la tarde. Se acercó un señor grande, con pantalones y campera del mismo color, un verde podrido. Estaba sucio, y caminaba como Tribilín, encorvado hacia delante, con las manos en los bolsillos. “Vendo merca, paco, porro, vendo”, seguía gritando, mientras se filtraba entre los autos que esperaban el verde del semáforo.  Se paró al lado de la mujer de la campera, del otro lado de la señal azul que indica la parada del colectivo. Abrió el basurero naranja y escupió adentro. “Vendo merca, paco, porro, vendo”, volvió a gritar, y se reía, y se repetía como para sí mismo “vendo merca”, mirando el suelo y asintiendo lenta...