Ir al contenido principal

al médico en cuatro


Caminamos como cinco cuadras; el bondi nos dejaba cerca, pero Milena siempre se quejaba. Hoy, todo le molestaba. Yo sabía que algo le pasaba y, cuando -a las dos de la mañana- comenzó a los gritos, llamé enseguida al Dr. Galimberti para pedirle turno.

El consultorio estaba en la calle Malasia, una bien cortita, con adoquines. Lindo lugar. Tranquilo. Toqué el timbre, y no me preguntaron nada, solamente abrieron la puerta con el portero eléctrico. Milena no quería entrar. Le dije que todo iba a estar bien, que después la llevaba a comer algo rico. Siempre le entré por el lado de la comida. Seguro que va a ser una gorda asquerosa amante de los ñoquis, el asado, el vino y McDonald's, como yo. Puso una cara de "me usás con esto del morfi, sos un manipulador, y lo sabés, y me cabe porque me conocés y es un vicio", y caminó arrastrando los pies como si tuviese zapatitos de plomo. Saludamos a Corina, la secretaria, y nos sentamos en esas sillas azules encadenadas de a cuatro. Parece que cuatro es el número perfecto en nuestros días. Cada cuatro años, se corrige el calendario y aparece el año bisiesto, o "bisiestro", como le dice Milena. "¿Y cómo hace, cómo lo festeja?", "ay, debe ser loquísimo cumplir el 29 de febrero", y hasta algún "entonces, ¿cuántos años tenés?".

Estoy casi seguro que el capitalismo le debe su existencia y organización al cuatro. Cada cuatro años, se elige presidente. Se llenan las ciudades de papeles y afiches, los parlantes escupen promesas y nombres y listas con números y colores, la gente sale el domingo de sus casas con ganas de cambiar el mundo y vuelve con un sellito en el documento, banderas y más papelitos por un lado, reconocimientos y felicitaciones mentirosas por el otro, y después, todo igual. Todo, de nuevo, igual.

Los mundiales, también, son cada cuatro años. En un asado en la casa del Negro discutimos con los chicos el por qué. Todos se hacían los intelectuales, sacando teorías absurdas sobre el tiempo de construcción de estadios, diciendo que es así para que sean totalmente diferentes a los anteriores en materia de edad y nivel de jugadores, que es por cuestiones organizativas, que es para que no coincida con ninguna otra cosa, y demás. El único que dijo algo interesante fue Javier: que los mundiales se juegan cada cuatro años porque no hay corazón que aguante. Nadie pudo jactarse de ningún otro conocimiento gris y pelotudo esa noche.

Están, además, los juegos olímpicos -que me acabo de dar cuenta coiniden con los bisiestros-, pero vendría a ser parecido a lo de los mundiales. Lo que se podría agregar a esto, como diferencia, es la dificultad para organizar las ceremonias de inauguración y de cierre, que son fantásticas. No creo que se las pueda hacer en dos segundos; son unas obras de arte.

Dicen que el Perito Moreno se rompía cada cuatro años. Qué se yo, nunca lo vi, ni lo voy a ver, ni me interesa. Todo es cada cuatro. Los Beatles eran cuatro. Corazones, diamantes, tréboles y picas. Norte, sur, este y oeste. Mañana, mediodía, tarde y noche. Suma, resta, multiplicación y división. Cuatro sillas azules, cuatro más allá, otras cuatro al lado de la puerta y cuatro más al frente de Milena y yo. ¡Cuatro de cuatro, también!

Está todo bien. Le molesta porque le están saliendo las muelitas del juicio me dijo Galimberti.
Pero tiene seis años, nomás.
No importa, hay veces que salen antes, pero no pasa nada-, me tranquilizó. Así que, Mile, ya sabés, apretándole suavemente el mentón nada de sexo, droga y rock & roll por cuatro días.
-Yo rock & roll no sé bailar le contestó con su carita de culo de siempre.

Comentarios

Entradas más populares de este blog

memorias de un piji

Esta no es una historia que inventé yo, sino que se inventó sola, mientras un piji revoloteaba dentro de auto gris. Lo único que estoy haciendo aquí es escribirla. Muchos años antes que esta tarde, allá por diciembre del dos mil tres, entré a la habitación de mi madre. Tenía diez años. Ella estaba en su cama, con los ojos todavía húmedos, abrazada a uno de mis hermanos. Hacía una semana que su madre, mi abuela, había fallecido. Trataba siempre de llorar en silencio, en su cuarto, para no entristecernos, para que seamos menos infelices, quiero creer. En ese momento hablaba con mi hermano de algo que no no escuché. Ahora, supongo que ella le estaba contando anécdotas de Carmita, su madre, porque le hablaba con una voz suave y lenta, en un susurro envolvente, mirándolo tiernamente a los ojos desde arriba mientras le acariciaba los rulos. Lo miraba a él, y la miraba a ella. Mi hermano tenía la vista puesta en la pared, o en otro lugar, en los lugares que mi madre le relataba, y la boca...

viernes 3 AM

Hacía cinco días que le pasaba lo mismo. Eran las tres de la mañana y miraba acostada por la ventana cómo se prendía una luz en un departamento del edificio del frente. Trataba de imaginarse qué hacían a esa hora despiertos. En su cabeza podía ver a una señora que se levantaba para ir a tomar agua, o ir al baño, o ambas, quién sabe, y después se dormía. Miraba también cómo la barra de acero del perchero se había torcido en el medio hacia abajo por el peso de los abrigos. Estaba harta de esta situación, de no poder descansar lo suficiente, tener que levantarse temprano, prepararse un mísero desayuno, caminar hasta la facultad, cursar seis grises horas, caminar corriendo hacia la oficina mientras comía algo frío y seco, ir de acá para allá entre la oficina y el lugar al que la mandaba el idiota del jefe durante ocho horas aún más grises que las seis anteriores, esperar el colectivo, llegar y prepararse algo rápido para comer y acostarse e intentar dormir. Tenía que hacer algo con ese in...

volando por ahí, y estoy

Estaba a pocos metros de la esquina de Santiago del Estero y Humberto Primo, esperando el 60. Adelante mío había una mujer que no tenía más de treinta años. Llevaba puesta una remera no tan blanca, y unos pantalones verdes. En la mano tenía una campera pesada, y la agarraba con desprecio, quizás porque hacían más de veinte grados y ahora tendría que cargar con ella toda la tarde. Se acercó un señor grande, con pantalones y campera del mismo color, un verde podrido. Estaba sucio, y caminaba como Tribilín, encorvado hacia delante, con las manos en los bolsillos. “Vendo merca, paco, porro, vendo”, seguía gritando, mientras se filtraba entre los autos que esperaban el verde del semáforo.  Se paró al lado de la mujer de la campera, del otro lado de la señal azul que indica la parada del colectivo. Abrió el basurero naranja y escupió adentro. “Vendo merca, paco, porro, vendo”, volvió a gritar, y se reía, y se repetía como para sí mismo “vendo merca”, mirando el suelo y asintiendo lenta...