Ir al contenido principal

planeta enfermo


Caminé hasta la entrada del subte A, en esa esquina de Luis Saenz Peña y Avenida de Mayo. El piso lleno de papelitos y basura y el silencio de motores le daba al lugar un aire a feriado, asueto, franco. A domingo. Estaba cerrada, claro. Abajo, apoyado contra las rejas, había un tipo durmiendo. Se estará refugiando de la lluvia, pensé. Bajé y le pateé las piernas. No se movió. El hedor a meo y a alcohol obligaba casi a cerrar los ojos. Me acerqué a su cara, y lo escupí. Nada. Dale que no soy un rati, le grité. Parecía inmerso en su sueño, en su borrachera. En su miseria. Saqué la punta y se la hundí en la panza. La giré hacia la izquierda. No llegó a gritar, pero el hijo de puta me agarró de la garganta y me empezó a asfixiar. Con la otra mano le pegué cuatro veces en la cabeza y se dejó de joder. Respiraba, todavía. Le saqué la navaja. Una gota de un mercurio rojo se deslizó hasta la punta, y cayó lentamente al suelo. Me fascinó la sensación de controlar el destino de ese jugo, y junté un poco más para hacerlo de nuevo. Con tan sólo el movimiento de mi muñeca, la gota -que antes recorría venas andrajosas sin ninguna forma- pasaba de aferrarse al filo de la navaja, a soltarse sin tapujos y tomar una forma redondeada y perfecta, para terminar estampada como una pequeña manchita bordó en la baldosa gris.

Limpié la hoja con la frazada hedionda que tapaba al tipo, y me quedé esperando que se desangrara. La antigua gota era ahora parte de un río viscoso y avasallador. Pensé en ir a comprar unos cigarrillos, pero me contuve. Se cumplían casi dos semanas de mi abandono de esa costumbre fumadora.Saqué una mentita del bolsillo y la tiré en mi boca. Me senté en uno de los escalones, y agarré una hoja de El Argentino que estaba ahí tirada. "El piloto del avión decomisado con 900 kilos de droga fue funcionario de Duhalde", vociferaba el titular. Qué delincuente hijo de mil putas. Ojalá los guarden a todos. Doblé la hoja y la metí en mi billetera. La mentita era ya apenas un granito blanco, y lo mordí. Me acerqué al tipo y le tomé el pulso. Le tapé la cara con la frazada, y me fui silbando la Marcha de San Lorenzo.

Una vez en casa, fui al baño y me lavé las manos. Me senté en el inodoro, y saqué la hoja de diario de mi billetera. Se había mojado un poco en el suelo sucio, pero no importaba. Fui hasta mi habitación, abrí el armario y saqué la caja de seguridad. Ingresé la combinación y la puerta se abrió. Puse allí la hoja, y la volví a cerrar. Me senté en el sillón y encendí el televisor. "¡Apártate, cabeza de balón!", fue lo primero que escuché. Me acomodé, y me quedé mirando el dibujito que hace tanto no veía. Recordé cuando mamá nos compraba los Dos Corazones y nos peleábamos por quién se quedaba con más chocolate. Tienen que ser como el nenito cara ovalada, nos decía, él nunca pelea. Porque no tiene hermanos, mamá. Obvio.

Comentarios

Entradas más populares de este blog

memorias de un piji

Esta no es una historia que inventé yo, sino que se inventó sola, mientras un piji revoloteaba dentro de auto gris. Lo único que estoy haciendo aquí es escribirla. Muchos años antes que esta tarde, allá por diciembre del dos mil tres, entré a la habitación de mi madre. Tenía diez años. Ella estaba en su cama, con los ojos todavía húmedos, abrazada a uno de mis hermanos. Hacía una semana que su madre, mi abuela, había fallecido. Trataba siempre de llorar en silencio, en su cuarto, para no entristecernos, para que seamos menos infelices, quiero creer. En ese momento hablaba con mi hermano de algo que no no escuché. Ahora, supongo que ella le estaba contando anécdotas de Carmita, su madre, porque le hablaba con una voz suave y lenta, en un susurro envolvente, mirándolo tiernamente a los ojos desde arriba mientras le acariciaba los rulos. Lo miraba a él, y la miraba a ella. Mi hermano tenía la vista puesta en la pared, o en otro lugar, en los lugares que mi madre le relataba, y la boca

mientras te amo

Hace veinte minutos que estaba pedaleando, y ella seguía descansando. ¿No iba a cambiar jamás? Apenas aceleraba una vez que yo empujaba con fuerza con mi pie. Y sí, un botecito a pedales para dos personas es muy difícil de mover con un par de piernas. Pero no le iba a decir nada, claro. Si hace dos semanas que no nos veíamos; hoy tengo que callarme y obedecer. Además, ¡cuánto la extrañaba! –       ¿Me estás escuchando? –me preguntó, sacándome de mi estupor. –       Obvio, mi amor. Pasa que estoy concentrado en el recorrido de esta cosa –le dije –       Bueno. Entonces, el profe me dijo que no necesitaba sí o sí hacer la carpeta, pero que, por lo menos, le entregue la tarea que era para la semana pasada –siguió ella. Las olitas que se formaban cuando pasábamos con el bote no llegaban a los dos metros de vida. Morían rápidamente, pero más allá se formaban otras, empujadas ahora por el leve suspiro de la brisa que corría. Y estas nuevas olitas eran más resistentes, y casi llegaba

tu te quiero

Tu te quiero rápido y directo, lanzado así porque sí, es más sanador que mil terapias. Te devuelve la parte que creías perdida, que creías se había ido allá, a ese lugar donde están ustedes, donde no puedo estar, pero estoy también. Tu te quiero, mientras salís disparada yéndote a hacer nosequécosa, sin esperar que te diga mi yo también, te hace salir, otra vez, de ahí, de donde no querés nunca estar, de donde muchas veces cuesta salir. Te ayuda a saber que, estés donde estés, me vas a querer. A tu te quiero, que no espera mi yo también, no le hace falta esperarlo, porque ya lo conoce. Ya sabe que mi yo también va a estar siempre, como tu te quiero, aunque a veces tu te quiero sea más importante y más movilizador, y más buenito, porque no espera mi yo también, porque ya sabe que está, no le hace falta escucharlo. Tu te quiero te sirve la comida, te plancha la ropa, te tiende la cama, te limpia la casa, te abraza, y te besa. Tu te quiero te acompaña. Tu te quiero me acompaña.