Ir al contenido principal

plan táctico y estratégico de la guerra


Como visto a través de unos binoculares, las dos esferas de mapa contienen los cincuenta países. Los cristales, al parecer, deformaron los límites territoriales, y el mundo ahora es otro: estados inexistentes que aparecen, países existentes que desaparecieron. Se preparan las miradas para largas horas de encarnizadas batallas azarosas, de movimientos desesperados, de soldados sacrificados. De amistades posiblemente deshechas hasta el cercano amanecer.

Los objetivos se reciben con temblorosas y esperanzadas manos, deseosas de acatar las órdenes más simples y rápidas. Una vez dictaminada la misión, todos se miran tratando de adivinar las intenciones ajenas. Rumores de conspiraciones comienzan a correr por lo bajo, y el mundo es dividido entre los ahora mandatarios. Las pequeñas fichas de colores que ahora van tiñendo el planisferio binocular encienden y apagan ilusiones en uno u otro jugador, como si de una lotería territorial se tratase. Hay quienes esgrimirán una falsa sonrisa, y quienes no podrán evitar hacerla.

El cubo blancuzco con lunares negros será quien decida el desdichado en armar primero su tropa. El segundo, habiendo visto dónde y cómo se reforzó el anterior, tiene ventaja sobre este. Ventaja que, luego, será del otro, al moverse el orden de los primeros pasada la ronda.

Una vez comenzada la verdadera guerra, uno debe saber qué hacer con su objetivo: si lanzarse a cumplir con él de manera directa, o esperar e intentar conquistar algún que otro continente fácil y rápido. En la primera, el riesgo que se corre es el de quedar vertiginosamente al descubierto, y ser acusado de querer conquistar tal o cual territorio, o de destruir uno u otro enemigo. Claro que, si el ataque es en extremo efectivo -enormes dosis de fortuna son requeridas-, el resultado es altamente fructífero.

En la segunda, el peligro más grande es el de alejarse demasiado de la misión. Aunque, si se logra conquistar un continente entero, la envidia enemiga será enorme, y las tropas para futuros refuerzos, también.

En una u otra, la capacidad de fingir es indispensable. La desilusión y el berrinche en el rostro al perder un territorio puede -y debe- estar fríamente calculado, con la finalidad de que el adversario siga atacando en ese sector, y descuide otros que son de verdadera importancia para la propia empresa. De la misma forma, se festejará un triunfo con el ojo izquierdo puesto en el lugar de la reciente contienda, mientras que, con el derecho, se espía los posibles movimientos que no hará aún para que nadie descubra su auténtico cometido.


Las estrategias serán casi las máximas responsables del desarrollo del juego. Sí, es necesario saber qué atacar, qué no atacar, y cuándo hacerlo. Empero, el verdadero protagonista es otro. Como la verde pelota que impacta la red, y que durante esa fracción de segundo -seduciendo a uno y otro lado de la cancha- puede seguir hacia delante o hacia atrás, el dado, bañado en los jugos y las sangres del azar, es el que añade el verdadero condimento a la batalla. Y qué digo la batalla; es el gran definidor de enorme cantidad de acciones. Uno puede planear mil veces su jugada, y hasta precaver la posibilidad de caer una, y hasta dos veces. Pero si, en esa mínima fracción de segundo en la que el dado está sobre uno de sus redondeados vértices, el azar decide que allí abajo esté posada inocentemente una miga de pan, y caemos por tercera vez consecutiva, ¿a quién se le debe reclamar? Como introduce Woody Allen en Match Point, "aquél que dijo 'más vale tener suerte que talento', conocía la esencia de la vida". 

Comentarios

Entradas más populares de este blog

memorias de un piji

Esta no es una historia que inventé yo, sino que se inventó sola, mientras un piji revoloteaba dentro de auto gris. Lo único que estoy haciendo aquí es escribirla. Muchos años antes que esta tarde, allá por diciembre del dos mil tres, entré a la habitación de mi madre. Tenía diez años. Ella estaba en su cama, con los ojos todavía húmedos, abrazada a uno de mis hermanos. Hacía una semana que su madre, mi abuela, había fallecido. Trataba siempre de llorar en silencio, en su cuarto, para no entristecernos, para que seamos menos infelices, quiero creer. En ese momento hablaba con mi hermano de algo que no no escuché. Ahora, supongo que ella le estaba contando anécdotas de Carmita, su madre, porque le hablaba con una voz suave y lenta, en un susurro envolvente, mirándolo tiernamente a los ojos desde arriba mientras le acariciaba los rulos. Lo miraba a él, y la miraba a ella. Mi hermano tenía la vista puesta en la pared, o en otro lugar, en los lugares que mi madre le relataba, y la boca...

volando por ahí, y estoy

Estaba a pocos metros de la esquina de Santiago del Estero y Humberto Primo, esperando el 60. Adelante mío había una mujer que no tenía más de treinta años. Llevaba puesta una remera no tan blanca, y unos pantalones verdes. En la mano tenía una campera pesada, y la agarraba con desprecio, quizás porque hacían más de veinte grados y ahora tendría que cargar con ella toda la tarde. Se acercó un señor grande, con pantalones y campera del mismo color, un verde podrido. Estaba sucio, y caminaba como Tribilín, encorvado hacia delante, con las manos en los bolsillos. “Vendo merca, paco, porro, vendo”, seguía gritando, mientras se filtraba entre los autos que esperaban el verde del semáforo.  Se paró al lado de la mujer de la campera, del otro lado de la señal azul que indica la parada del colectivo. Abrió el basurero naranja y escupió adentro. “Vendo merca, paco, porro, vendo”, volvió a gritar, y se reía, y se repetía como para sí mismo “vendo merca”, mirando el suelo y asintiendo lenta...

de bondi

-¿Y vos, que pensás hacer después? -Nada, si el pelotudo este no me llama. -Pero hagamos algo entonces. -¿Y que querés que haga? -No se, nos juntemos con los chicos. -No puedo, te dije que tengo que esperar que me llame. -No podes quedarte toda la noche esperando que te llame. -Ya quedamos así. -¿No podés cambiar? -¿Y como querés que haga, boluda? -Esta bien, dejá. -¿Ahora te enojás? -No, todo bien. -No me jodas. -Posta. -¿Podés ser menos infantil? -Claro, soy yo la infantil ahora. -¿Perdón? -Nada, no importa. -Decíme -Nad- -Decíme, te dije. -Nunca podés hacer nada. -Ya sabés que es lo que pasa. -No, no sé. -... . -¿Qué pasa? -Nada. -Decíme. -Estoy mal. -¿Por? -Cortamos. -¿Hace cuánto? -Dos meses. -¡¿Qué?! -No les quise decir nada; ustedes lo querían mucho. -Te queremos más a vos. -Y no quería que se enteraran. -Sos una tarada. -Ya lo sé. -Vení, abrazame. -Gracias. -Te quiero. -Yo más. Pero sos una tarada.