Como en los cuentos, o en las películas. Tres barquitos, o barcotes, surcando improvisados la cornisa del -hasta ese entonces- mundo. Miles de kilómetros, miles de millones de litros de agua salada que esconden misterios aún hoy desconocidos. Instantáneas olas capaces de derrocar al más fuerte castillo. Tres cruces rojas flotando por la nada azulada, bajando y subiendo colinas movedizas, capaces de desaparecer en un segundo. Tormentas y remolinos abatidos por maderas ancestrales. Monstruos desalmados con piel de café, pelos oscuros, y paraísos escandalosamente derrochados y mal administrados. Una batalla por la ciencia, por la religión. Por la vida.
Quinientos veintiún años antes que los festejos, antes que las demandas, antes que las protestas. Quinientos veintiún años antes que la tarde en que se detiene algún partido de fútbol por cantos xenófobos, que alguna chica se abraza a su amado en un parque, o que miles de niños son alentados a disfrazarse de un hombre valiente con sombrero con forma de pera, que de niño soñaba con refutar la idea de un mundo plano, y miles de otros niños son castigados con disfrazarse de esos montruos salvajes y enemigos, haraganes y sucios, con vinchas con plumas de colores.
Quinientos veintiún años después, quizás, la gente ya no piensa en aquella travesía y sus secuelas todos los días. Son marcas, estigmas, que quedaron en el tiempo, algunas deformadas y tergiversadas hasta parecer correctas, que se mencionan en algún doce de octubre, en una canción, en un libro, o en una pintada en la calle del centro. Quinientos veintiún años después quizás no sepamos entender lo que fue, y seguimos riéndonos de aquél que no viste nuestra misma moda, ni come nuestra misma comida, ni ama nuestros mismos dioses. Quinientos veintiún años después, tal vez, alguien se sienta culpable por portar su piel blanca, su sangre española, su cabello rubio, sus ojos celestes. Pensar en eso, simplemente, ya le da un significado a todo aquello. Porque si alguien sobrevivió al bombardeo instigador del colegio y sus días de la raza, a los comentarios espinas del sentido común (que nunca dejan de pinchar y lastimar), quiere decir que los cambios sí existen, y se cambian unos a otros, de la mano, de a poco. Y esos cambios, por más pequeños que sean, se sienten, y enloquecen al corazón, y retuercen la cultura.
Y esto de escribir con la pasión, y no con la cabeza, quizás escupa algo inentendible. Las cosas que leemos, una frase en algún librito de alguna biblioteca vieja que abrimos por casualidad y aburrimiento, o un título de una obra maestra del pensamiento y la literatura, o las charlas que nos da esa persona que admiramos -no únicamente- por su increíble voz para contar cosas, o las caras de desaprobación de tu heroína cuando decís algo indebido, y muchísimas de estas cosas más, nos hacen pensar como pensamos, ver como vemos, amar lo que amamos. Pero, lo más importante, sufrir por lo que sufrimos.
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