Ir al contenido principal

cerca de la revolucón


"Es un idiota", era su pensamiento más recurrente. Su cuestionamiento iba más allá del tradicional duelo hijo-padre, o del archiconocido trauma del hijo mayor. Las tierras abarcadas por el poderío monárquico de su progenitor eran los campos más codiciados de todo el continente; las parcelas de cebada se extendían hasta no dar más la vista, pasando por una metamorfosis del verde al amarillo casi dorado con el transcurso de la temporada; los olivos crecían sin mesura, aumentando de tamaño su tronco hasta confundirse con los viejos algarrobos; los enormes y encorvados bisontes tenían gran cantidad de verdes bosques para vivir plácidamente; miles de viviendas servían de nidos para cigüeñas que extendían sus alas blancas con franjas negras durante los días del apareamiento. Y en miles de otros casos, las tierras del Rey Evaristo "El Complaciente" eran motivo de admiración y confabulación enemiga: trigales perfectos y abundantes, melocotoneros hermosos como dioses, jardines floridos hasta el hartazgo, mares superpoblados de esturiones, atunes, caballas y bacalaos, y exquisitos ríos como diamantes con monstruosos salmones saltarines, adornados de cisnes de picos pincelados de negro y anaranjado.

Sin embargo, diez años atrás, las cosas iban mucho mejor. El Rey no había tenido la capacidad necesaria para sostener un reino rico y exuberante, y su hijo, el Príncipe Haroldo, hervía de furia a cada día que pasaba. Cierta tarde, a días de su cumpleaños, su padre le preguntó qué quería de regalo.

Eugenio fue, durante toda su vida, una persona de fácil convencer. Jamás necesitó levantar ni siquiera un meñique para tener todo lo que podría llegar a querer. Fue el clásico hijo regordete consentido por un gran padre y -mejor- rey. Su madre, de origen muy humilde y alejado de la monarquía, no pudo inculcarle la esencia de la vida tal y como ella la comprendía; estaba siempre muy ocupada cosiendo y bordando banderas del castillo, limpiando y puliendo la platería real en la cocina, o trazando y dibujando los mapas y límites del terreno, cosas que ella creía necesarias para no olvidar de dónde provenía.

 Ya de grande, y con el reino bajo su mando, hizo lo que hizo cuando niño: comer, pedir y gastar. Nunca entendió que el reino estaba a su control; más bien, sentía que las tierras estaban a su disposición. Cuando no se pasaba las tardes sentado a la enorme mesa de mármol rosado obligando a desfilar tandas y tandas de comida traída de extraños lugares, recorría los campos en su hermoso carruaje real pensando difíciles combinaciones para un nuevo festín. Porque, eso sí: en materia de banquetes, era el verdadero Rey. La elección del nombre "Evaristo" se debió a que, acostumbrado a las aventuras en su recámara provista de miles de juegos, comodidades y lujos, jamás supo desarrollar una inteligencia capaz de crear nombres, situaciones o rangos, o solucionar cuestiones, cualesquiera fuesen su índole.

-Un cambio, desde ya, desde ahora, de todo esto -le respondió el Príncipe.
-¿Y qué sería un cambio de todo esto, desde ya, desde ahora, querido? -dijo su padre.

Haroldo jamás había tramado una respuesta para ese contraataque. Las únicas veces que se lo expresó, obtuvo un "¡oh!, sois demasiado divertido, hijo mío" (su padre insistía en usar ese acento anticuado en su hablar), seguido de una cariñosa e insultante sacudida de cabello. Quizás ahora era diferente porque cumplía dieciséis años, edad suficiente para inmiscuirse en asuntos de adultos, o porque su padre se daba cuenta que su hijo mayor ya merecía charlas más amenas, o, tal vez, porque el inminente peligro que los recién llegados extranjeros significaban para el reino generaban inquietudes alarmantes en el Rey. Nada de eso, pensó el Príncipe. La inutilidad de su padre no lo avergonzaba como hijo; lo humillaba como ser humano y le provocaba exagerada repulsión.

-Quiero que me dejes tomar decisiones de alto mando -estalló Haroldo.
-Yo soy el Rey, el único Rey, hijo mío. ¿Cómo creéis que he llegado a serlo? -se inquietó su padre.
-De la única forma posible: siendo el primero en salir de la panza, padre.
-¿Y qué queréis hacer al respecto, si así es como debe ser?
-Dejá que me elijan a mí, o a vos, o al que quieran que los mande.
-¿Que elija quién? -se sorprendió el Rey.
-¿Y quién más? La gente, su gente, su Alteza.

Comentarios

Entradas más populares de este blog

memorias de un piji

Esta no es una historia que inventé yo, sino que se inventó sola, mientras un piji revoloteaba dentro de auto gris. Lo único que estoy haciendo aquí es escribirla. Muchos años antes que esta tarde, allá por diciembre del dos mil tres, entré a la habitación de mi madre. Tenía diez años. Ella estaba en su cama, con los ojos todavía húmedos, abrazada a uno de mis hermanos. Hacía una semana que su madre, mi abuela, había fallecido. Trataba siempre de llorar en silencio, en su cuarto, para no entristecernos, para que seamos menos infelices, quiero creer. En ese momento hablaba con mi hermano de algo que no no escuché. Ahora, supongo que ella le estaba contando anécdotas de Carmita, su madre, porque le hablaba con una voz suave y lenta, en un susurro envolvente, mirándolo tiernamente a los ojos desde arriba mientras le acariciaba los rulos. Lo miraba a él, y la miraba a ella. Mi hermano tenía la vista puesta en la pared, o en otro lugar, en los lugares que mi madre le relataba, y la boca...

viernes 3 AM

Hacía cinco días que le pasaba lo mismo. Eran las tres de la mañana y miraba acostada por la ventana cómo se prendía una luz en un departamento del edificio del frente. Trataba de imaginarse qué hacían a esa hora despiertos. En su cabeza podía ver a una señora que se levantaba para ir a tomar agua, o ir al baño, o ambas, quién sabe, y después se dormía. Miraba también cómo la barra de acero del perchero se había torcido en el medio hacia abajo por el peso de los abrigos. Estaba harta de esta situación, de no poder descansar lo suficiente, tener que levantarse temprano, prepararse un mísero desayuno, caminar hasta la facultad, cursar seis grises horas, caminar corriendo hacia la oficina mientras comía algo frío y seco, ir de acá para allá entre la oficina y el lugar al que la mandaba el idiota del jefe durante ocho horas aún más grises que las seis anteriores, esperar el colectivo, llegar y prepararse algo rápido para comer y acostarse e intentar dormir. Tenía que hacer algo con ese in...

volando por ahí, y estoy

Estaba a pocos metros de la esquina de Santiago del Estero y Humberto Primo, esperando el 60. Adelante mío había una mujer que no tenía más de treinta años. Llevaba puesta una remera no tan blanca, y unos pantalones verdes. En la mano tenía una campera pesada, y la agarraba con desprecio, quizás porque hacían más de veinte grados y ahora tendría que cargar con ella toda la tarde. Se acercó un señor grande, con pantalones y campera del mismo color, un verde podrido. Estaba sucio, y caminaba como Tribilín, encorvado hacia delante, con las manos en los bolsillos. “Vendo merca, paco, porro, vendo”, seguía gritando, mientras se filtraba entre los autos que esperaban el verde del semáforo.  Se paró al lado de la mujer de la campera, del otro lado de la señal azul que indica la parada del colectivo. Abrió el basurero naranja y escupió adentro. “Vendo merca, paco, porro, vendo”, volvió a gritar, y se reía, y se repetía como para sí mismo “vendo merca”, mirando el suelo y asintiendo lenta...