Y ahí estaba yo, sumergiéndome en la hermosa textura amarillenta de un libro viejo que me enseñaba los planes de gobierno del siglo veinte, tratando siempre de ver cómo mierda aquello incidía en nuestros días, en hoy, en mañana. Puras mentiras. ¿Quién puede creerle a un tipo que dice que un diputado, hace más de setenta años, presentó un proyecto que seguimos sufriéndolo hasta el día de hoy, diez de noviembre del dos mil cuarenta y dos, a las cinco de la mañana? Para agarrarlo entre los dedos, palparlo y sentirlo real, necesito una máquina del tiempo, necesito verlo por mí mismo, sin el intermediario añejado encerrado entre dos tapas de exquisito cuero marrón.
Hay algo de lo que estoy seguro: esa máquina no se construyó no porque haya sido imposible hacerlo, sino porque a los poderosos no les convenía, ni les sigue conviniendo, ni les va a convenir jamás. ¿A qué persona de poder le gustaría volver a pasar por las cosas que tuvo que pasar para llegar a conseguir ese poder? Y no digo "pasar" como penosa, dolorosa e involuntariamente, como un difícil golpe del destino, sino como "atravesar ilegalmente o a costa de otros". Porque, claro está, el poder no nace de una plantita regada y criada con dulzura, amor, coraje y honestidad, ni del ahorro y el trabajo duro.
Casi a la fuerza, me levanté de la incómoda silla y fui a la cocina a preparar otro mate. Era una cocina chiquita comparada con la de mis amigos, aunque muy cómoda para mí solo. Tampoco necesitaba nada sofisticado con lo poco que sabía hacer ahí dentro.
El agua estaba casi hirviendo, y la saqué del fuego. La pasé al termo plateado con el logo de la empresa (una marca horrible que arruinaba el diseño simple) y agarré el mate con la yerba ya cambiada. Últimamente estaba muy inquieto, y me dominaba la manía de cambiar de yerba cada cinco cebadas, seis como única excepción, en el caso de que la lectura estuviese en un punto ininterrumpible. Esa empecinación había reducido mi bolsillo, pero mi paladar se había vuelto más estricto, más criterioso. Ahora distinguía no sólo una yerba buena de una mala (clasificación con palo o despalada incluida); había avanzado en el café, probando una semana uno y a la siguiente otro, descartando los intomables; y hasta había llegado a catar vinos en los restaurantes cuando salía a comer con mi familia o amigos.
Cerré la puerta empujándola con la cabeza (tenía las dos manos ocupadas, mate y bombilla en una, termo en la otra) y, cuando me dí vuelta, mi corazón me golpeó la cara tan fuerte que mis ojos se llenaron de lágrimas que no caían. Del otro lado de la habitación, en el living, encorvado y dándome la espalda, había un tipo agachado, revolviendo una de mis cajas de cartón. No sé si mi repentino sudor frío era por la sensación de estar siendo violada mi propia seguridad, o por la de estar siendo violado en mi propia privacidad y vergüenza, ya que en esas cajas guardaba pedacitos de cosas que había escrito alguna vez, pinturas también hechas por mí, y muchos papeles de deudas y cuentas por pagar. Sea cual fuese, lo seguro era que me estaba violando.
Mientras todo esto se lanzaba en picada para pasar por mi cabeza, como miles de personas intentando cruzar desesperadas una puertita de un metro de ancho, apoyé lo más suave que pude el termo y el mate sobre la mesa. Vale aclarar que, "lo más suave que pude", no fue sino un torpe y ridículo aterrizaje forzoso y ruidoso. El intruso se quedó quieto, mirando al frente, al igual que yo. Me moví lentamente, como tratando de no alterar a una persona que ya sabía que yo sabía que él estaba ahí, y agarré el cuchillo que había quedado en la mesa desde el almuerzo. Los restos de la carne al horno se habían fosilizado en el acero, y el serrucho estaba todavía mojado de la deliciosa salsa agridulce que supo adornar al plato.
Me sudaban las manos, me sudaba el pelo, me sudaban los ojos, me sudaba la espalda. Hoy, creo que mi corazón, en ese momento, no bombeaba sangre; bombeada sudor. Un sudor helado, y amargo a la vez, porque lo sentía también en la boca. Ya no veía mucho, y corrí hacia el desconocido.
El primer paso fue tan crucial como difícil de lograr. De hecho, es el único que ahora puedo recordar. Fue el primer paso, y al siguiente mi mano sacaba el cuchillo de la espalda del sujeto para clavárselo otra vez, y otra vez más, y el tipo cayó al suelo, y yo seguía sacando y metiendo el cuchillo, hasta que la puerta de mi cabeza se ensanchó, y pude pensar con claridad (o pensar, a secas). Tiré el arma, dramatizando como si estuviera siendo filmado por cámaras ocultas. Una curiosidad descomunal se apoderó de mí, quizás por mi nueva habilidad para distinguir yerbas buenas de yerbas malas y la necesidad de descubrir cuál era la mejor -o saber cuál era cuál, en definitiva-. y agarré al cuerpo por los hombros y lo dí vuelta.
Supongo que ese fue el instante del quiebre, en el que me volví loco, en el que le dí paso libre a cualquier asociación y suposición posible a mi mente, y ahora no puedo volver a cerrarla. Ya no puedo acordarme más que el momento en que vi a la cara al hombre que había matado. Porque sí, es cierto: lo maté. ¿Lo maté? Vuelvo a recordarlo y, de nuevo, se aparece ante mí el rostro de la locura: mi propio rostro. El mismo rostro que veo todas las mañanas en el espejo, o en cualquier reflejo.
Creo estar llegando -otra vez- al final de mi relato y, como un reiniciar, como un error que sé que me va a llevar a volver a empezar, me agarro la cara entre los dedos, me palpo e intento sentirme real. ¿Me maté? ¿Seré real?
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