-Buenos días -le dijo Marta, la vecina con la que compartía balcón, mientras colgaba remeras, pantalones y alguna que otra prenda íntima. Otra noche sin dormir, y llegaban ya a cuatro seguidas. Como un cazador oculto entre los arbustos y la oscuridad de su departamento, le respondió con una mano levantada, aunque pareció más una reverencia al cigarrillo que llevaba enganchado entre los dedos.
-Parece que se viene la lluvia, Dios nos guarde -insistió Marta, todavía con la esperanza de que aquél ermitaño andrajoso pero misterioso le dedicase alguna palabra. "Unos días más, Mario", se dijo él, siempre hablándose a si mismo con su nombre propio. "Sólo unos días más".
Cuatro de la mañana, y sus ojos seguían escrutando las pelotitas provocadoras allá en el techo. El paladar le sabía a metal, a hierro. Se palpó, pero no había nada rojo. ¿Y si la llamaba? No, le pidieron que no lo haga, que no era recomendable. Todavía no había llegado al punto de mandar al carajo las recomendaciones amigas.
Después de haber comido y bebido lo mínimo indispensable la última semana, su cuerpo empezaba a colorearse de un amarillo enfermo que inquietaba a cualquiera que lo miraba. Marta le regalaba, algunas veces, los postres que habían sobrado del local, pero así como aparecían bajo su timbre, aparecían a la mañana siguiente en el tacho de la basura.
Quizás, pensaba, necesitaba una segunda versión de los hechos. Sí, eso necesitaba. Pero, ¿quién podría dársela? Ella, sin duda alguna.
En el living, las hojas de distintos periódicos se mezclaban sin orden lógico; parecía el día después o la resaca de un trabajo de investigación sobre los medios gráficos de la ciudad.
Una noche, mientras debatía si se trepaba o no a la pared como un gato negro para pinchar las burbujas del techo, sonó el teléfono. "Hola", dijo él, con el corazón a los tumbos. Solo se escuchaba una respiración agitada del otro lado, nada más. Quería decir muchas cosas, pero, por alguna razón, se limitaba a escuchar, como si ese respirar fuese música de cuna para un bebé. Sabía que, si hacía algún ruido, el hechizo se rompería.
-Fui yo. Fui yo -escuchó al fin, del otro lado, seguido de un sollozo, que era el desenlace dramático de esa agitación anterior. Sus ojos se secaron, y su boca permaneció a medio abrir, congelada. Dejó caer el tubo del teléfono, y se acostó. "Mañana llamo al pintor", se dijo, antes de cerrar los ojos.
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