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mi sonrisa tuya


Hoy te vi sonreír. Y sonreí yo también. Acá no es fácil sentir dolor, ¿sabés?. No es fácil porque se puede elegir sentirlo o no. Y no hay muchos que elijan sentir dolor. En realidad, de los que están acá, cerca mío, yo soy el único boludo que vivía eligiéndolo. Venía Carlos y me decía: "No seas tan pelotudo, nene. Esas cosas son para telenovelas o para los adictos a las frases de Facebook". Y algo de razón tenía. Pero yo no podía dejar de hacerlo. No podía soportar verte llorar, sentirte lastimada.

Vos sabés, más que cualquiera, que yo no era así. No era de esos tipos que sufrían cuando la otra persona sufría, o sí, pero en lugar de quedarme así, hacía lo imposible por cambiar las cosas. No siempre lo lograba, claro. Tampoco era el Che Guevara. Pero no era como ahora, que elijo el dolor.

Pero la única razón por la que lo elijo, si es que se le puede llegar a decir razón, es porque desde acá no puedo hacer nada para ayudarte. Ya no puedo quedar como un tarado para que, de entre tus cachetes mojados, se estire una sonrisa. Ya no puedo inventar cosas para que te distraigas, al menos por un minuto. Ya no puedo -y es lo que más extraño de todo- abrazarte. Agarrarte bien fuerte, esperar a que entierres tu carita entre mi hombro izquierdo y mi cuello, sentir tu suspiro, rodearte con mis brazos, apretarte como si estuvieses desnuda en medio de la nieve.

Esa es una cosa que me da mucha bronca. El no sentir tristeza por no poder abrazarte me da ganas de sentir tristeza. Y me da bronca por vos, porque vos tampoco podés abrazarme.

Las veces que pude ir para allá, siempre me quedaba mirándote. Te veía moverte de un lado para el otro, agarrando cosas, haciendo otras, y me divertía y me reconfortaba. Me la pasaba horas así. Disfrutando cada mínimo movimiento de tus ojos, de tu boca, de tu nariz, de tus dedos. Cada movimiento tuyo. Pero siempre dentro de casa. Nunca salías.

Hoy, saliste. Te encontré saliendo de casa con ese camperón blanco que te regaló mi mamá, ese que tanto habías odiado. Yo sabía que te ibas a encontrar con un chico. Cómo no saberlo, si acá se sabe todo. Te diste vuelta para cerrar la puerta y, cuando metiste la llave, te quedaste quieta un segundito, concentrada en esa cerradura con la pintura toda saltada. Es impresionante cómo se te nota cuando algo se te pasa por la cabeza; te quedás dura, pero tus ojitos brillan con mucha rapidez, y parece que tus pupilas bailan con pasos muy ligeros y cortitos. Pero ahí nomás giraste la llave, y te diste vuelta.

Yo te seguí, caminaba al lado tuyo. En un momento, te agarré la mano, y te dí un beso en el cachete. Todo sin dejar de caminar. Y entonces, sonreíste. Primero, te tocaste el lugar donde te besé, y te lo acariciaste. Después, cerraste los ojos por un ratito, pero con mucha intensidad. Ni siquiera se te arrugaron los párpados, pero yo supe que era una cerrada de ojos voluntaria y sentida, y no sólo para mojar los ojos. Y antes de que los volvieras a abrir, se dibujó esa sonrisa tan linda tuya. Esa que no es una sonrisa enorme y que deslumbra a todos. Fue esa sonrisa chiquita, de costado, casi tímida, que me deslumbra a mí. Y de repente, estaba yo como un boludo sonriendo mientras te miraba sonreír.

Yo sé que acá se me deben haber cagado de risa, pero hoy estoy feliz. Y estar feliz, acá, es bastante fácil, ¿sabés?. Es fácil porque uno puede elegir sentir felicidad o no. Pero esta felicidad de hoy es mucho más grande y hermosa, porque me la diste vos. Y porque la sentís vos.


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