-¿Y, cómo te fue?- le pregunté ni bien se subió al auto.
-Bien -me contestó, con la carita apoyada contra la ventanilla empañada. Se quedó mirando hacia el costado, y yo sabía que, en realidad, no estaba mirando nada en especial.
-¿Y el beso? -ella sabía muy bien que sin beso no encendía el motor.
-No sirven de nada los besos.
Estaba enojada. Algo le había pasado, porque nunca me negaba un beso, y menos con ese nivel de profundidad existencial.
-¿Qué pasó? -le pregunté, acariciándole ese pelo oscuro que tanto me gustaba de ella.
-Nada. Bueno, sí. Estoy enojada porque a los ocho años me voy a separar de vos -me dijo, tratando de contener el llanto con todas sus fuerzas. El mentoncito le temblaba, y una lágrima casi llegó hasta su boca, pero la limpió rápido, como escondiéndola.
-¿De dónde sacaste eso?
-De todos lados. Los de tercero siempre se empiezan a bajar de los autos una cuadra antes del colegio, y se van sin darles besos a sus mamás. Y los más grandes, peor: se ríen de los más chicos cuando los ven con sus papás agarrados de las manos, y después les hacen burla, y les dibujan cosas en el pizarrón. No quiero ir más a la escuela -soltó en una verborragia de mocos y lágrimas -. No quiero que no seas más mi amigo.
Quise decirle que no, que eso no iba a pasar jamás, pero algo me lo impidió. Se me vino en mente la imagen de mi mamá, sentada en el sillón del living de casa, pidiéndome un beso antes de que me fuera a jugar con mis amigos, y la mía, yéndome sin hacerle caso, tirándole un "no seas pesada, ma", antes de cerrar la puerta.
Se me hizo un nudo en el corazón, una especie de presión que me estaba a punto de quebrar. Fui yo el que tuvo que desviar la mirada hacia la ventanilla. Una gota se desprendió de arriba y cayó lentamente por el vidrio, abriéndose paso por entre las demás gotas que no querían soltarse. Dejó dibujado un zigzag por donde había pasado, y llegó a la parte de abajo y se perdió en la puerta del auto.
-Mirá, Mile. Yo voy a estar siempre con vos. No importa que vos te separes de mí. Siempre voy a ser tu papá, ¿sabés?
-Sí, eso lo sé. Pero quiero que seas siempre mi amigo -me dijo mientras se refregaba los ojitos llenos de sal con la mano en un puño, pero un puño con el dedo gordo escondido entre los demás.
Tenía unas gigantescas ganas de tener a mi madre para poder abrazarla, besarla y decirle que ella fue siempre mi amiga, aunque yo nunca se lo dijera. Que ella siempre estuvo conmigo, que yo siempre estuve con ella. Que, a pesar de mi estúpida indiferencia, ella era la persona en la que más confiaba. Que nunca iba a poder fallarme, porque hasta sus fallas se convertían en ejemplos a seguir. Y que odiaba no habérselo dicho. Aunque fuese una sola vez, cortita, sin ceremonias ridículas ni protocolos, tendría que habérselo dicho.
La miré a Mile que se secaba las manos de tanta lágrima, y entendía su tristeza. No habían muchas cosas que yo pudiese hacer. Al final, es lo que pasa siempre en las relaciones padre e hijo. Movía los ojos tratando de encontrar alguna solución, alguna forma de esquivar el destino. Y me di cuenta. Yo sabía que ella me iba a seguir queriendo, y que íbamos a seguir siendo amigos. No hacía falta que me lo dijera; yo la conocía, sabía cómo era. Así como mi madre sabía cómo era yo. Porque, además, somos los tres iguales. Los tres impulsivos, los tres enamorados de sus mejores amigos.
-Cuando vos cumplas ocho, podemos hacer dos cosas: o te dejo una cuadra antes, y me llenás de besos, o te dejo en la puerta, pero me llenás de besos una cuadra antes. Cuando te voy a buscar, hacemos lo mismo, ¿si?
-¿Podemos hacer eso? Sí, dale, dale, no te olvides, anotálo -me dijo, tirándose encima mío y dándome muchos besos por todo el cachete izquierdo.
-Te amo.
-Mirá, tenés la misma sonrisa de la abu, qué lindo.
Tenía unas gigantescas ganas de tener a mi madre para poder abrazarla, besarla y decirle que ella fue siempre mi amiga, aunque yo nunca se lo dijera. Que ella siempre estuvo conmigo, que yo siempre estuve con ella. Que, a pesar de mi estúpida indiferencia, ella era la persona en la que más confiaba. Que nunca iba a poder fallarme, porque hasta sus fallas se convertían en ejemplos a seguir. Y que odiaba no habérselo dicho. Aunque fuese una sola vez, cortita, sin ceremonias ridículas ni protocolos, tendría que habérselo dicho.
La miré a Mile que se secaba las manos de tanta lágrima, y entendía su tristeza. No habían muchas cosas que yo pudiese hacer. Al final, es lo que pasa siempre en las relaciones padre e hijo. Movía los ojos tratando de encontrar alguna solución, alguna forma de esquivar el destino. Y me di cuenta. Yo sabía que ella me iba a seguir queriendo, y que íbamos a seguir siendo amigos. No hacía falta que me lo dijera; yo la conocía, sabía cómo era. Así como mi madre sabía cómo era yo. Porque, además, somos los tres iguales. Los tres impulsivos, los tres enamorados de sus mejores amigos.
-Cuando vos cumplas ocho, podemos hacer dos cosas: o te dejo una cuadra antes, y me llenás de besos, o te dejo en la puerta, pero me llenás de besos una cuadra antes. Cuando te voy a buscar, hacemos lo mismo, ¿si?
-¿Podemos hacer eso? Sí, dale, dale, no te olvides, anotálo -me dijo, tirándose encima mío y dándome muchos besos por todo el cachete izquierdo.
-Te amo.
-Mirá, tenés la misma sonrisa de la abu, qué lindo.
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