Era ya algo seguro el hecho de que, esta noche, me iba a morir. No sé bien cómo es que funciona, pero uno se da cuenta al instante. Es como oler una mezcla de aserrín, vainilla y jengibre, y saber que mañana no vas a estar en el mismo lugar, ni en donde estás ahora, ni en ningún lugar por el que hayas pasado antes. Pero no es una desesperación espontánea; es más bien como una paz impresionante, que te va envolviendo desde la punta del zapato hasta las manos, y después sigue por la cabeza. Despacito, una nube subiendo.
Tampoco entiendo qué es lo que la provoca. Uno va caminando como –cree– siempre lo hizo, pero en un momento ves que estás parado, mirando todo alrededor y no entendiendo nada. Pero no te preocupás, porque ya no te interesa más nada. Total, vos ya sabés que te vas a morir. ¿De qué mierda te sirve seguir llevando esos cheques al banco? ¿Para qué seguís mostrando esa cara de normal a todos, si a todos no los conocés, ni los vas a conocer ya?
Por eso fue que la maté a la vecina. Ya no me quedaba todo el tiempo del mundo, así que me saqué ese peso de encima. Y lo quise hacer de la forma más rockera y sexy que hay: abriendo la puerta de una patada y rompiéndole la cabeza de un solo golpe.
La cagada fue que la puerta no se abrió de una patada. Le pegué con toda mi fuerza, con el pie apuntando hacia arriba. Pero debe ser que no puse el pie tan firme, y se dobló. Me dolió como cuando hacía básquet, y saltaba y caía con el pie un poco desequilibrado. Me quede viendo cómo mi tobillo se hinchaba con velocidad, y estaba tan relajado que no me di cuenta que Julieta ya había abierto la puerta y trataba de descubrir qué acababa de pasar con ese ruido que la asustó.
Me hice pelota, le dije, y me levanté con su ayuda. La empujé hacia adentro de su departamento y le pegué con el borde de la llave inglesa justo en su frente. Pero calculé mal, porque para impulsarme tuve que apoyar mi pie torcido, y el dolor me distrajo un poco. Por eso el golpe fue algo débil. Está claro que no se murió. Igual, no sé si con uno solo bien puesto la hubiese llegado a matar. Los otros cuatro fueron cuidadosamente medidos, y recién en el último cedió.
Del baño salió una amiga que parece que justo había pasado a tomar algo con Julieta. Se puso pálida, pero no vomitó ni se puso a gritar. No me hubiese molestado, tampoco. Es más: me hubiese gustado un poco de drama, como para hacerlo todo más normal. Pero no. Se quedó mirándome, y me preguntó si se podía ir. Me agarró desprevenido, y me dio mucha vergüenza. Me empezaron a transpirar las manos, y me puse a mover la llave de una mano a la otra, y la daba vueltas. Después me di cuenta que, por eso, tengo las dos manos manchadas con sangre. Y le dije que sí, y le pregunté si sabía cómo era para salir, porque el edificio tenía como un llaverito magnético, una boludez que habían puesto hace poco por la inseguridad y no sé qué cosa más. "Sí, gracias", fue todo lo que me contestó. Agarró una llave de las dos que colgaban en un ganchito de la pared, y se fue corriendo por las escaleras.
Pensé en limpiarme los pies en la alfombrita que había en la puerta, pero la sensación de estar pisando gelatina que me dio tener las suelas llenas de sangre fue muy fuerte. Me fui caminando como si estuviese en la luna, sin gravedad, prestando mucha atención a cuando mis zapatos hacían contacto con el suelo y salía ese ruido a chicle gigante aplastado que tanto me estaba gustando.
Y salí de ahí y me vine para acá. Y ahora estoy esperando que me llegue la muerte, porque así tiene que ser. Ojalá no se tarde mucho, porque ya me estoy aburriendo, y no quiero que me encuentren sentado en el sillón con un joystick de PlayStation en la mano. Voy a quedar como un boludo, imaginate. "Se murió porque perdió un partido online". Ni loco.
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