La despedida se camufla en cada abrazo apretado, en cada mirada que perdura. Se traduce en un chau que no quiere decir chau, y por eso mismo nunca es cómodo ni seguro; nunca se dice chau sin sentir que ese chau no puede ni tiene que ser el último, que dentro de un ratito va a venir otro chau, con otro abrazo y otro beso, seguido de otro chau y una mirada, seguido de otro chau más, y así infinitamente, hasta que la despedida sea una pérdida de tiempo tan grande que no se despida nadie más, jamás.
La despedida se odia. Si fuese por ella, nunca hubiese nacido, porque sabe con certeza que su existencia va a ir eternamente esposada al dolor. Al dolor de un hijo que se va, de un amigo que ya no se verá, de un hermano que no se abrazará. Al dolor de una mujer que ya no se besará.
La despedida se detesta. Y no se detesta solamente porque toda su vida va a ser un sufrimiento; se detesta porque hace que un pedacito pequeño de la vida de los demás sea triste por un instante; se detesta por tener que soportar la humedad de las siempre mojadas lágrimas calientes; se detesta por ser la que nadie quiere tener.
La despedida es también envidiosa. Siente eternos celos de su hermana, la bienvenida. Pero es una envidia amorosa, porque solo se odia a sí misma.
La despedida se sabe desdichada. Por eso mismo intenta colar a la fuerza alguna sonrisa, alguna broma, alguna cosa que la haga menos desdichada. Hasta a veces se disfraza de fiesta.
La despedida se muere por no ser despedida. Sin embargo, en lo más profundo de su melancolía, sabe que por algo hermoso es despedida. Sabe que por los momentos inigualables que pasaron es tan dolorosa. Sabe que sin ella todo sería alegría, pero que, por haber existido esa alegría, la despedida es tan sufrida. Y, por eso, la despedida se ama con toda su desdicha.
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