Ir al contenido principal

la despedida


La despedida se camufla en cada abrazo apretado, en cada mirada que perdura. Se traduce en un chau que no quiere decir chau, y por eso mismo nunca es cómodo ni seguro; nunca se dice chau sin sentir que ese chau no puede ni tiene que ser el último, que dentro de un ratito va a venir otro chau, con otro abrazo y otro beso, seguido de otro chau y una mirada, seguido de otro chau más, y así infinitamente, hasta que la despedida sea una pérdida de tiempo tan grande que no se despida nadie más, jamás.

La despedida se odia. Si fuese por ella, nunca hubiese nacido, porque sabe con certeza que su existencia va a ir eternamente esposada al dolor. Al dolor de un hijo que se va, de un amigo que ya no se verá, de un hermano que no se abrazará. Al dolor de una mujer que ya no se besará.

La despedida se detesta. Y no se detesta solamente porque toda su vida va a ser un sufrimiento; se detesta porque hace que un pedacito pequeño de la vida de los demás sea triste por un instante; se detesta por tener que soportar la humedad de las siempre mojadas lágrimas calientes; se detesta por ser la que nadie quiere tener.

La despedida es también envidiosa. Siente eternos celos de su hermana, la bienvenida. Pero es una envidia amorosa, porque solo se odia a sí misma.

La despedida se sabe desdichada. Por eso mismo intenta colar a la fuerza alguna sonrisa, alguna broma, alguna cosa que la haga menos desdichada. Hasta a veces se disfraza de fiesta.

La despedida se muere por no ser despedida. Sin embargo, en lo más profundo de su melancolía, sabe que por algo hermoso es despedida. Sabe que por los momentos inigualables que pasaron es tan dolorosa. Sabe que sin ella todo sería alegría, pero que, por haber existido esa alegría, la despedida es tan sufrida. Y, por eso, la despedida se ama con toda su desdicha.

Comentarios

Entradas más populares de este blog

memorias de un piji

Esta no es una historia que inventé yo, sino que se inventó sola, mientras un piji revoloteaba dentro de auto gris. Lo único que estoy haciendo aquí es escribirla. Muchos años antes que esta tarde, allá por diciembre del dos mil tres, entré a la habitación de mi madre. Tenía diez años. Ella estaba en su cama, con los ojos todavía húmedos, abrazada a uno de mis hermanos. Hacía una semana que su madre, mi abuela, había fallecido. Trataba siempre de llorar en silencio, en su cuarto, para no entristecernos, para que seamos menos infelices, quiero creer. En ese momento hablaba con mi hermano de algo que no no escuché. Ahora, supongo que ella le estaba contando anécdotas de Carmita, su madre, porque le hablaba con una voz suave y lenta, en un susurro envolvente, mirándolo tiernamente a los ojos desde arriba mientras le acariciaba los rulos. Lo miraba a él, y la miraba a ella. Mi hermano tenía la vista puesta en la pared, o en otro lugar, en los lugares que mi madre le relataba, y la boca...

volando por ahí, y estoy

Estaba a pocos metros de la esquina de Santiago del Estero y Humberto Primo, esperando el 60. Adelante mío había una mujer que no tenía más de treinta años. Llevaba puesta una remera no tan blanca, y unos pantalones verdes. En la mano tenía una campera pesada, y la agarraba con desprecio, quizás porque hacían más de veinte grados y ahora tendría que cargar con ella toda la tarde. Se acercó un señor grande, con pantalones y campera del mismo color, un verde podrido. Estaba sucio, y caminaba como Tribilín, encorvado hacia delante, con las manos en los bolsillos. “Vendo merca, paco, porro, vendo”, seguía gritando, mientras se filtraba entre los autos que esperaban el verde del semáforo.  Se paró al lado de la mujer de la campera, del otro lado de la señal azul que indica la parada del colectivo. Abrió el basurero naranja y escupió adentro. “Vendo merca, paco, porro, vendo”, volvió a gritar, y se reía, y se repetía como para sí mismo “vendo merca”, mirando el suelo y asintiendo lenta...

de bondi

-¿Y vos, que pensás hacer después? -Nada, si el pelotudo este no me llama. -Pero hagamos algo entonces. -¿Y que querés que haga? -No se, nos juntemos con los chicos. -No puedo, te dije que tengo que esperar que me llame. -No podes quedarte toda la noche esperando que te llame. -Ya quedamos así. -¿No podés cambiar? -¿Y como querés que haga, boluda? -Esta bien, dejá. -¿Ahora te enojás? -No, todo bien. -No me jodas. -Posta. -¿Podés ser menos infantil? -Claro, soy yo la infantil ahora. -¿Perdón? -Nada, no importa. -Decíme -Nad- -Decíme, te dije. -Nunca podés hacer nada. -Ya sabés que es lo que pasa. -No, no sé. -... . -¿Qué pasa? -Nada. -Decíme. -Estoy mal. -¿Por? -Cortamos. -¿Hace cuánto? -Dos meses. -¡¿Qué?! -No les quise decir nada; ustedes lo querían mucho. -Te queremos más a vos. -Y no quería que se enteraran. -Sos una tarada. -Ya lo sé. -Vení, abrazame. -Gracias. -Te quiero. -Yo más. Pero sos una tarada.