El avión los
había dejado en un aeropuerto de Estambul. El avión venía de Grecia, y Estambul
también. El avión que llegaba de Grecia significaba que esa ciudad sería el
quinto destino de la tribu, después de haber pasado por París, Atenas, Kalambaka y Santorini. Estambul, que deriva del griego eis tin poli, significa algo así
como "aquélla es la ciudad", respuesta que obtenían los soldados
turcos de los griegos cuando les preguntaban
dónde estaba la ciudad, aunque los turcos en verdad querían saber dónde
quedaba Anatolia, y no Constantinopla (que ahora se llama Estambul). El avión
había llegado un poquito más tarde que el mediodía, pero ellos pudieron salir a
dar unas vueltas por la ciudad recién a eso de las seis de la tarde, después de
un largo camino desde el aeropuerto al hotel, un camino repleto de hermosos
canteros kilométricos con tulipanes de todos los colores y tamaños que
dibujaban formas que iban desde un arcoiris hasta un derviche dando vueltas y
vueltas con un vaso en una mano y un narguile en la otra. Estambul llegó
oficialmente en mil novecientos treinta, cuando sustituyó a Constantinopla
gracias a Mustafa Kemal Atatürk, el fundador del estado turco; aunque no solo
perdió el nombre: también le sacaron su condición casi natural de "capital", aunque se sigue respirando en su aire. El avión los había dividido: se habían sentado los seis separados, y se miraban
estirando el cuello por arriba de los respaldos de las butacas, y se hacían
señas solo con los ojos, porque los ojos era lo único que se les veía, porque
las butacas eran muy altas. Estambul también estaba dividido, pero en dos: de
un lado del Bósforo la parte europea, del otro lado la asiática, y las dos
partes se miraban de día, de noche, con lluvia o con sol, se miraban para
siempre, para toda la vida, quietas, espléndidas y calladas, pero con gritos de
minaretes. En el avión, ninguno tenía idea de lo que les esperaba en Estambul (a excepción de Alejo y, un poco, de Sisina), y no se imaginaban que se iban a enamorar como se enamoraron. El avión se fue, con ellos adentro, cinco días después, con rumbo a Capadocia, el sexto destino. Estambul no se fue nunca; sigue ahí, inmensa, cosmopolita, épica. Hermosa.
Esta no es una historia que inventé yo, sino que se inventó sola, mientras un piji revoloteaba dentro de auto gris. Lo único que estoy haciendo aquí es escribirla. Muchos años antes que esta tarde, allá por diciembre del dos mil tres, entré a la habitación de mi madre. Tenía diez años. Ella estaba en su cama, con los ojos todavía húmedos, abrazada a uno de mis hermanos. Hacía una semana que su madre, mi abuela, había fallecido. Trataba siempre de llorar en silencio, en su cuarto, para no entristecernos, para que seamos menos infelices, quiero creer. En ese momento hablaba con mi hermano de algo que no no escuché. Ahora, supongo que ella le estaba contando anécdotas de Carmita, su madre, porque le hablaba con una voz suave y lenta, en un susurro envolvente, mirándolo tiernamente a los ojos desde arriba mientras le acariciaba los rulos. Lo miraba a él, y la miraba a ella. Mi hermano tenía la vista puesta en la pared, o en otro lugar, en los lugares que mi madre le relataba, y la boca
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