Ir al contenido principal

pelotudos post mortem



¿Sabés a quién me crucé ayer? A Miguel Machado, el que fue con nosotros hasta quinto, o cuarto, no me acuerdo bien. El Suca, ¿te acordás? ¿El que siempre se sacaba la remera haciéndose el lindo? ¿Al que expulsaron por cagarse a palos con otro en el patio del colegio? Bueno, parece que se murió, nomás. Me contó que -por suerte- se murió de una, sin sufrir ni nada de eso, que lo chocó un auto, que salió de la nada y no lo pudo ver; después me dijeron que fue al revés, que él chocó al otro auto queriendo hacer una maniobra demasiado estúpida y demasiado arriesgada. Sí, acá sigue habiendo gente que miente. Pero sólo con mentiras que realmente no dañen, porque las que puedan afectar de forma empírica a otro, se solucionan muy naturalmente, confesando las mentiras, explicando las razones y las verdades de verdad, y nadie le reprocha más nada, y se acabó el asunto. Así es más fácil todo, porque los que confiesan una mentira en general no vuelven a mentir. Y los que no confiesan nunca (porque nunca se presentó la situación de que esa mentira hiriera o pudiese herir a alguien) viven una vida igual a la de los demás, porque acá todos vivimos igual. Nadie se hace más rico o más poderoso o más atractivo por las mentiras. Por eso es que tampoco hay mentiras de ese tipo, porque se las descubre al instante. Imaginate a un tipo diciendo que tiene veinte autos cero kilómetros, o que se sacó a la mina más linda, y después vas y le preguntás a ella y te dice que no, que nada que ver, y ni siquiera te hace falta fijarte en su garage, porque acá no hay garages y no hay autos. Las mentiras de acá ni siquiera tienen patas; tienen como una especie de rueditas chiquititas, y el dueño las va arrastrando con un hilito que se lo engancha al dedo meñique.

Hablando sobre lo que habían sido nuestras vidas, me preguntó si sabía algo de Javi. Pudo haber sido una charla cualquiera, una que tienen dos boludos que se murieron y que quieren ponerse al día. Pudo haber sido el inicio de una amistad post mortem, qué se yo. Pero cuando me preguntó por Javi, no le dijo Javi. Le dijo "el putito". "Che, ¿qué sabés del putito?". Ni siquiera dijo "el putito Javi", o "el putito Malcorra", o, de última, "el putito de Barrio Palmira". Le dijo "el putito", así, a secas. Me dio tanta bronca, que no pude decirle ninguna otra cosa más que "¿el putito?", poniendo cara de mucho asco y muchísimo enojo. En este lugar hay un sistema hermoso para las mentiras, pero los pelotudos que se mueren allá siguen siendo pelotudos cuando aparecen acá. Fue recién ahí cuando me di cuenta que hay cosas que no cambian, a menos que hagas algo para cambiarlas vos mismo. Que si no sos vos el que lo impulsa, no lo impulsa nadie. Nadie jamás le puso al Suca una cara como la que le puse yo ayer cuando se refería así a Javi, o a cualquier puto. Nadie jamás le dijo que, putito, machito, lesbianito, zoofiliquito o asexuadito, el tipo se llamaba Javi. Sé que no se lo dijeron nunca, porque si eso hubiese pasado alguna vez, se habría dado cuenta que, decirle así, jode. Y también lo sé porque, si hubiese pasado, y sabiendo que siempre fui el mejor amigo de Javi, no lo habría llamado así, para no correr el riesgo de lastimarlo, de lastimarme, de lastimar. Acá es muy difícil lastimar a alguien, ¿sabés? Física o verbalmente. Casi no se puede. La única forma de hacerlo es no sabiéndolo. Sólo podés lastimar a otro inconscientemente, sin saber que lo estás por lastimar. 

Después de haberlo mandado a la mierda, estuve pensando mucho en Javi, en vos, en nosotros. Siempre pensé que, si me tenías que engañar con alguien, prefería que fuese con Javi. Quizás porque era prácticamente imposible que eso sucediera. Pero es que era tan dulce, tan buen tipo. Bueno, es. Lo pasé a visitar, esto es lo que te quería decir. Y sigue igual, todo igual. Con el pelo un poco más largo, nomás. Y si pudieras escucharme, lo primero que te diría sería que lo fueses a ver. Que no lo dejes solo. Que no tenés por qué sentirte culpable de lo que pasó. Que vos no tenés ninguna culpa. Que fue el otro auto el que se apareció de la nada, y que vos no pudiste haberlo visto jamás en la vida. Que el que hizo la maniobra demasiado estúpida y demasiado arriesgada fue el otro auto, que él nos chocó a nosotros, y no al revés. Que te necesita, y mucho más que yo, porque yo ya estoy muerto. Hoy voy a hacer mucha fuerza, como todas las noches, para tratar de colarme en alguno de tus sueños y decirte todo esto. Que ya pasaron muchos años, que las cosas están mucho mejor, que Javi ya aprendió a vivir así, que no te odia, que te ama y te extraña mucho, y que no quiere seguir rogando para que aparezcas algún día; quiere que aparezcas. Y, de paso, decirte que estás muy linda, y que el Suca te manda saludos. Me pareció raro que no se diera cuenta que vos no te moriste, pero qué se yo, quizás sí lo sabía y se hizo el tonto para ver si le contaba algo tuyo, o porque estaba enojado por haberlo mandado a la mierda. Sí, los pelotudos que se mueren allá siguen siendo pelotudos cuando aparecen acá.





Comentarios

Entradas más populares de este blog

memorias de un piji

Esta no es una historia que inventé yo, sino que se inventó sola, mientras un piji revoloteaba dentro de auto gris. Lo único que estoy haciendo aquí es escribirla. Muchos años antes que esta tarde, allá por diciembre del dos mil tres, entré a la habitación de mi madre. Tenía diez años. Ella estaba en su cama, con los ojos todavía húmedos, abrazada a uno de mis hermanos. Hacía una semana que su madre, mi abuela, había fallecido. Trataba siempre de llorar en silencio, en su cuarto, para no entristecernos, para que seamos menos infelices, quiero creer. En ese momento hablaba con mi hermano de algo que no no escuché. Ahora, supongo que ella le estaba contando anécdotas de Carmita, su madre, porque le hablaba con una voz suave y lenta, en un susurro envolvente, mirándolo tiernamente a los ojos desde arriba mientras le acariciaba los rulos. Lo miraba a él, y la miraba a ella. Mi hermano tenía la vista puesta en la pared, o en otro lugar, en los lugares que mi madre le relataba, y la boca

mientras te amo

Hace veinte minutos que estaba pedaleando, y ella seguía descansando. ¿No iba a cambiar jamás? Apenas aceleraba una vez que yo empujaba con fuerza con mi pie. Y sí, un botecito a pedales para dos personas es muy difícil de mover con un par de piernas. Pero no le iba a decir nada, claro. Si hace dos semanas que no nos veíamos; hoy tengo que callarme y obedecer. Además, ¡cuánto la extrañaba! –       ¿Me estás escuchando? –me preguntó, sacándome de mi estupor. –       Obvio, mi amor. Pasa que estoy concentrado en el recorrido de esta cosa –le dije –       Bueno. Entonces, el profe me dijo que no necesitaba sí o sí hacer la carpeta, pero que, por lo menos, le entregue la tarea que era para la semana pasada –siguió ella. Las olitas que se formaban cuando pasábamos con el bote no llegaban a los dos metros de vida. Morían rápidamente, pero más allá se formaban otras, empujadas ahora por el leve suspiro de la brisa que corría. Y estas nuevas olitas eran más resistentes, y casi llegaba

tu te quiero

Tu te quiero rápido y directo, lanzado así porque sí, es más sanador que mil terapias. Te devuelve la parte que creías perdida, que creías se había ido allá, a ese lugar donde están ustedes, donde no puedo estar, pero estoy también. Tu te quiero, mientras salís disparada yéndote a hacer nosequécosa, sin esperar que te diga mi yo también, te hace salir, otra vez, de ahí, de donde no querés nunca estar, de donde muchas veces cuesta salir. Te ayuda a saber que, estés donde estés, me vas a querer. A tu te quiero, que no espera mi yo también, no le hace falta esperarlo, porque ya lo conoce. Ya sabe que mi yo también va a estar siempre, como tu te quiero, aunque a veces tu te quiero sea más importante y más movilizador, y más buenito, porque no espera mi yo también, porque ya sabe que está, no le hace falta escucharlo. Tu te quiero te sirve la comida, te plancha la ropa, te tiende la cama, te limpia la casa, te abraza, y te besa. Tu te quiero te acompaña. Tu te quiero me acompaña.