El hombre abrió los ojos, y se encontró en un lugar desconocido. No recordaba en qué momento había llegado allí, ni cómo lo había hecho. A su alrededor veía muchas caras, también desconocidas. Estaba en el medio de todos, en el medio de los gritos, de los ruidos, de los aplausos, de los carteles. En medio de miles de mujeres. En medio de miles de mujeres que caminaban de un lado a otro, riéndose, llorando, levantando carteles escritos en hojas, en cartones enormes, en papelitos chiquititos; carteles con miles de letras y frases y mensajes, pero con una idea fuerza en común: ni una menos. "¿Ni una menos?", se preguntó el hombre, desconcertado. Se puso a leer los carteles, y en ellos se enteró de la violencia de la que eran víctimas esas mujeres, u otras mujeres, o todas las mujeres, todavía no sabía bien. De repente, un grupo de chicas pasó a su lado, abriéndose paso empujando despacito a las demás. Iban todas vestidas con calzas y remeras negras, y caminaban levantando una mano que estaba toda pintada de rojo, menos en el medio, en donde se distinguía la forma de un corazón con el color de la piel de cada una de ellas. Recitaban una frase a coro que decía que el femicidio, el maltrato infantil y no sé que más son una aberración de la humanidad. Iban muy serias todas, y repetían la frase una y otra vez. De pronto, y ante la seña de una de ellas, empezaron a tomarse de los brazos, armando una cadena de mujeres. Una punta de la cadena buscó a la otra punta, y se unieron también. El ahora círculo de mujeres se empezó a aplastar, muy fuertemente, chocándose los cuerpos, y una gritó "basta", y después otra, y finalmente todas gritaban "basta" como poseídas, como desesperadas, como urgentes, como dolidas. Gritaban muy fuerte, y todas las demás mujeres se quedaron mirándolas. El hombre también. De golpe, pararon, y se quedaron quietas como estatuas, y una gritó "ni una menos", desgarrándose la garganta. Las estatuas mujeres solo movían los ojos, que estaban muy abiertos, y miraban a todas las demás mujeres. Al hombre también. A una estatua le temblaban los labios; otra no pudo evitar que una lágrima se le escapara del ojo y rodara por su cachete, quitándole su disfraz de mármol. Las mujeres que observaban rompieron en aplausos, lanzando alaridos y otros "ni una menos" más.
El hombre sintió miedo. Miedo porque se sentía el único hombre en medio de todas esas mujeres, en medio de toda esa vorágine. Cerró los ojos, y creyó que iba a llorar, pero cuando los abrió de nuevo, comenzó a ver las caras de todas. Ninguna lo quería matar, ninguna le pegaba, ninguna le gritaba a él. Ninguna le reclamaba a él nada de lo que reclamaban. Ninguna lo escupía, o le tiraba del pelo. Ninguna lo quería echar de ahí por ser el único hombre.
Vio, entonces, a una señora muy vieja, que bailaba en medio de otras mujeres, que tocaban candombe con unos tambores grandes y marrones. Se dio vuelta, y lo miró directamente a los ojos. Se acercó a él, sonriendo, y lo llevó al medio de las mujeres con tambores. Se puso a bailar, y le pintó los cachetes con una crema violeta. El hombre bailó un rato con la señora muy vieja y después otra mujer le entregó un cartel. En sus manos tenía otros carteles más, y se los iba repartiendo a las que estaban por ahí. Alcanzó a leer uno que decía algo sobre el aborto. Dio vuelta el suyo, porque la mujer se lo había entregado dado vuelta. Era una hoja tamaño A4, pegada a un cartón, del que salía un palo de escoba. Estaba pintada toda de rojo, y en letras blancas decía "PUTAÑERO = MALTRATADOR".
Todo el miedo que había sentido apenas un rato antes, ahora no existía: había desaparecido, se había ido cayendo de a poco con cada sacudida que le daba la señora muy vieja bailando, y había terminado de morir cuando le pusieron el cartel rojo sangre en sus manos. De pronto, se sintió de lo más cómodo entre todas las mujeres. Él también quería gritar "ni una menos" hasta que la garganta le ardiera como lastimada. Él también quería hacer carteles con frases denunciantes sobre el rojo sangre. Él también quería pedir que se terminara todo aquello. Y se puso a gritar. Y lo hizo muy fuerte, hasta que le cayeron lágrimas y le temblaron los labios, y sintió que le dolían las manos de tanto apretar el palo de escoba.
En un momento, el hombre deseó con todas sus fuerzas ser una mujer, y poder hacer todo aquello sin sentirse excluido, sin sentirse fuera del reclamo. Y, de repente, se convirtió en mujer. Se vio las manos, y eran de hombre, las mismas manos de hombre que tenía antes. Sacó su celular y se vio en el reflejo de la pantalla, y vio una cara de hombre, exactamente igual a la que tenía antes. Pero sentía algo totalmente diferente. Sentía una corriente eléctrica que subía desde su estómago y se metía en su corazón, siguiendo por la boca, la nariz, los ojos, la cabeza, y volvía hasta las manos y caía por las piernas hasta llegar a la punta de los dedos de los pies. Era como una serpiente que le calentó todo el cuerpo, y empezó a transpirar. Transpiró mucho. Estaba enojado. Pero, más que enojado, sintió mucha impotencia. Esa impotencia daba vueltas por donde quería, y parecía que él no podía hacer nada. Se le cayó otra lágrima, pero esta vez con un sabor totalmente distinto, mucho más salada y amarga, y a su paso dejó la piel seca y toda agrietada.
La serpiente volvió a subir por el cuerpo del hombre y se le metió en las manos, y le dio un patadón, que le hizo cerrarlas con mucha fuerza. Y otro patadón más, y ahí estaba, levantando el palo de escoba con el cartel en la punta. Una última lágrima le rodó por el cachete, pero no llegó a caer. La señora muy vieja la atajó a la altura de la boca, y se la sacó con un dedo. Le pasó ese mismo dedo por debajo de los labios, obligándolos a que se doblaran en una sonrisa.
-¿Viste? La justicia no tiene género, querido -fue todo lo que le dijo, y se alejó bailando mientras agitaba en el aire un palo de escoba con un cartel. El hombre no llegó a leerlo. Pero tampoco le importó, porque , ahora, sabía lo que decía.
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