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una pared en la nada



Caminamos los dos juntos durante un tiempo muy largo, ahora no me acuerdo cuánto fue exactamente. Lo que sí me acuerdo es que era un lugar tan simple y tan inmenso, que no podías dejar de sentirte especial y único. Era como, por fin, estar consciente de que ese momento estaba sucediendo, estar totalmente abierto y despierto. Como percibir todas las cosas que siempre pensaste que tenías que percibir. Como saber que lo que estabas sintiendo era la felicidad, como toda tu vida creíste que debería ser esa felicidad, pero viviéndola. No es lo mismo estudiar las teorías y las concepciones del color que sentir un color. Esto era algo similar.

Ella, me parece, estaba sintiendo algo parecido, porque no hablamos en todo el camino. Lo bueno de estar con ella era que podíamos quedarnos en silencio mucho tiempo, sin decirnos nada, y nos sentíamos casi mejor que hablando cosas por hablar; nos quedábamos mirando al frente los dos, o moviendo los labios, la lengua, la nariz, mirándonos, riéndonos cada tanto de estar mirándonos en silencio y solo mirándonos. La cagada es que ella tenía una de las voces más hermosas que alguien puede tener. Eso era lo que más me motivaba a hablarle. Me divertían esos soniditos que hacía cuando terminaba de decir una oración, o el gesto antes de un comentario sarcástico.

En un descanso, sentados en una rama de un árbol bastante grande, me di cuenta que de entre las ramas que habían más adelante se podía ver una pared. Nos acercamos, y la pared era solo eso: una pared. No tenía ni otras paredes, ni una puerta, ni una ventana, ni nada más. No habían restos o ruinas o escombros de otras cosas alrededor. Solo esa pared. Una pared de ladrillos naranjas, de dos metros de alto y unos tres o cuatro de largo.

Nos miramos, y nos entramos a reír de la nada. O no de la nada; de la pared. De una pared que aparece en medio de la nada, en medio de todo, sin ningún sentido. Le dimos una vuelta a la pared para ver qué había del otro lado, pero tampoco había nada. Ni siquiera un corrector había dejado un mensaje blanco, o un aerosol la había pintado.

Cuando volvimos al otro lado de la pared, pasó lo que solo podía pasar en un lugar como ese. De un lado de la pared, en el que estuvimos siempre antes de pasar al otro lado, el cielo y todos los colores que se veían eran como siempre los veíamos, aunque mucho más luminosos, pero como siempre los conocimos. Del otro lado, del nuevo lado, en el que estuvimos un ratito solamente, un ratito demasiado pequeño como para advertirlo al instante, los colores se transformaban. Siempre odié esa palabra, "transformar". Siempre pensé y supe que las cosas no se transforman, que las cosas cambian, pero no se transforman. Hasta ese día, siempre lo había pensado y sabido.

El pasto y las plantitas con espinas no tenían el verde y marrón de siempre; del "nuevo lado", como lo llamamos desde entonces, los verdes eran más bien rojizos, y los marrones se volvían amarillos. Si pasábamos al otro lado, los colores volvían a ser los conocidos. Pero en el nuevo lado, nuestras pieles también cambiaban, y éramos más morenos, y mi pelo se volvía negro azabache, y el de ella colorado. Tuve, entonces, una sensación muy extraña, de esas que te dicen que eso que estás pasando es lo real. Que eso es lo que toda tu vida esperaste como real. Que eso es lo que todo el tiempo buscaste y quisiste encontrar.

De pronto, sentí un miedo muy grande. Miedo a que ella no estuviera sintiendo lo mismo, y que ese fuese el fin de nosotros, de lo que habíamos llegado a ser hasta ese momento. Era tan grande el miedo que no quise girar mi cabeza para verla, porque con solo verla podría darme cuenta que estábamos en dos lugares distintos, porque ella era así, y era lo que más me gustaba de ella, esa sinceridad sin hablar, esa sinceridad de ojos.

Ya la sentía lejos, ya la sentía a kilómetros mío. O yo estaba a kilómetros de ella, no lo sé. Recién la pude mirar cuando su mano agarró la mía. Estaba a una temperatura normal, ni muy fría ni muy caliente. Cuando giré, ella me estaba mirando, y su boca hacía ese gestito de preocupación mezclado con una media sonrisa. Abrió bien los ojos, y movió la cabeza de arriba a abajo, con una seguridad y confianza que nunca antes había visto en mi vida. Me apretó la mano, y me dijo: acá es. Y tenía razón. Nadie tuvo jamás tanta razón como ella esa tarde. El colorado de su pelo se movía como si fuese un océano, y no pude salir nunca más de ahí.

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