Me gusta pensar
que hay pequeñas cosas que pasan de tal forma y en determinado momento para que
solo nosotros podamos verlas. Cosas como una hoja haciendo equilibrio en una
moldura de un edificio, un nene saludando a toda la gente de un tren, o un
perro tratando de alcanzar una paloma en el Congreso. Cosas que nos hacen
pensar en otras cosas más, o nos sacan una sonrisa, por más que quedemos como
unos pelotudos sonriéndole a la nada.
Viajar en
colectivo durante más de cuarenta minutos significa que podés leer unas cuantas
páginas del libro que venís leyendo, o escuchar de diez a quince canciones. Cuando
tenés el libro, no te queda más para hacer que concentrarte en eso. Pero si
solo te acompañan tus auriculares, hay más caminos: vas cantando sin que te
importen las miradas de los demás, vas escuchando la música colgado en
cualquier delirio que se te cruce, o vas boludeando con el celular.
Yo estaba
pensando en todo esto, lamentándome por no haber traído mi libro, cuando siento
un agarrón de atrás. Alguien que me sacude fuertemente. Lo primero que pensé
fue que era un tío, un amigo, alguien que me conocía lo suficiente y había
querido hacerme una joda. Después reaccioné, y me acordé que estaba en Buenos
Aires, y que casi nunca te cruzás a nadie en Buenos Aires, y menos cuando no
sos de Buenos Aires y no conocés a casi nadie. Me doy vuelta, y era el portero
del edificio de mis primos, un tipo fanático de River, un tipo que te habla
todo el día de los contactos que tiene en el club, un tipo al que le encanta
inventar historias, un tipo discutido en el edificio porque tiene algunos
problemas de salud. Se me pone a hablar, y me dice que también se tomaba el
mismo colectivo que yo. Claramente, mis diez o quince canciones se iban a
reducir dependiendo de qué tan lejos iba a viajar Julián.
Nos sentamos en los primeros asientos que encontramos, y a
las cinco cuadras ya no quedaba más nada para charlar. Comenzaba ese momento
incómodo en donde no sabés si ponerte los auriculares te va a transformar en el
garca número uno, y te terminás quedando callado, mirando el celular, mirando
al frente, mirando el celular, mirando a la ventanilla. Pero, en una parada,
después de un grito del chofer, se suben por la puerta del medio dos personas,
un hombre y una mujer en silla de ruedas. Eran dos personas con la ropa un poco
sucia, y no pagaron boleto, aunque el chofer tampoco les reclamó nada. El tipo
tenía una campera deportiva color verde flúor, con esa tela de moda en los
noventa. La cara era la imagen de alguien cansado, de alguien cansado de
empujar esa silla de ruedas todo el día, cansado de laburar todo el día,
cansado de frustrarse todo el día. Era la cara de alguien cansado de vivir todo
el día, todos los días. Ella tenía un polar azul oscuro, y bastante roto. Su cara
también era de cansancio, pero un cansancio enojado, enojado con la silla de
ruedas, con el que la empujaba, con los días, con la vida.
El colectivo no
estaba lleno, así que se movieron con libertad hasta la barra larga para poder
agarrarse, y el tipo le quiso poner el cinturón de seguridad que hay para esos
casos. Cuando se lo puso alrededor del cuello, ella lo puteó mascando algunas
palabras que no se entendieron, y le dijo que la sacara de ahí. La sacó, y torpemente
la llevó hasta el otro lado, más cerca de la barra amarilla. Con el movimiento
del colectivo, la silla se movía, y a cada frenada y acelerada la mujer iba
enojándose más y más. No sabíamos por qué, pero se la agarró con el tipo que
intentaba ayudarla inútilmente. “Sos un pelotudo”, le terminó gritando, y lo
sacó de un empujón. El tipo quiso acercarse de nuevo, insistiéndole, pero ella
lo volvió a correr diciéndole que era un idiota, un inservible. Y se quedó
sola. Yo la intenté sujetar, pero me miró con una cara de orto tan grande que
preferí no perder mi mano. Se ayudó de los apoyabrazos de la silla, y se
incorporó muy temblorosamente. Se paró y, como pudo, logró llegar a un asiento
libre, y se sentó, sin dejar de largar insultos por lo bajo.
Parecía todo una
postal del ocaso de un día de mierda, en donde todo te cae mal, todos te
sulfuran, y todas las ganas de ser amigable se desvanecen en el aire.
Desde su asiento,
quizás se sintió una pasajera más, una persona más que se sienta en esos
asientos rojos. Pero nos miraba a todos, todo el tiempo, seguramente porque
todos la mirábamos a ella. Y ella seguía con su cara de culo, masticando
palabras.
Después de unas cuadras,
gira su cabeza y lo mira al tipo, que seguía parado, a poco más de un metro de
ella, pero en el otro extremo del colectivo. Lo mira y le hace un gesto para
que se acerque. El tipo le dice que no. “Vení”, le ordena ella. Y el tipo va,
obvio. Se agacha un poco, y ella le dice algo al oído, todavía enojada. El tipo
parece a punto de ponerse a llorar, parece un nene. Y ella lo agarra y le da un
beso rápido en la boca, para que nadie lo vea, o para que ni el mismo tipo lo
vea. Y, aunque no la escuché, le pude leer en los labios un “gracias”, que se
lo dijo con la única sonrisa que le vi a esa señora. El tipo asiente, y la
abraza.
Fue una secuencia
que no duró ni una canción. Aunque tampoco lo podría saber, porque no tenía puesto
los auriculares. Y fue ahí cuando me acordé que al lado mío todavía venía
Julián hablándome del cansancio de los jugadores, del porqué de la derrota del
domingo pasado, de que lo conoce a D’Onofrio y es un tipo re copado. Y, de
repente, me dice “qué gente loca ésta, no pagan el boleto y hacen quilombo”. Y qué
quilombo habían hecho. Los demás pasajeros también habían visto la escena, y se
quedaron en silencio, como pensando, o con ganas de ver más.
Antes de bajarme
del colectivo, pude escuchar que la señora le decía al tipo “vámonos que acá
nos miran como a dos locos de mierda”. Y me dieron muchas ganas de decirle que
no, que todos somos unos locos de mierda, que todos tenemos reacciones y días
horribles, pero no me animé a ser tan pelotudo y cursi. A lo que sí me animé
fue a quedarme un segundo más, y así poder ver cuando el tipo le acariciaba la
cabeza, y le decía “tranquila, ma, que en diez minutos llegamos”.
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