Ir al contenido principal

soy patriarcado


Perdón, mujeres. Perdón por matarlas todos los días. No es fácil entender lo que sucede cuando no le sucede a uno, pero tampoco es fácil encontrar las maneras correctas de aprender a entenderlo. Perdón por ser parte del género que les provoca todas estas cosas.

En primer lugar, la muerte; lo más definitivo que se le puede hacer a cualquier persona, lo más eterno y permanente, lo más cruel y deshumanizante, lo que más nos convierte en monstruos. No pasó una semana del Encuentro Nacional de Mujeres y ya hay dos muertas más (dos que se conocieron, vaya uno a saber si matamos más). ¿No nos aguantamos tantas mujeres juntas?, ¿tantas histéricas y alteradas en tetas reclamando que las dejen de matar? Lucía y Beatriz son dos más que desafían de frente al famoso #NiUnaMenos; lo interpelan, lo observan. Lo esperaron. Lamentablemente, no hay una menos: hay muchísimas menos.

En segundo lugar, el miedo. El miedo a irse solas de vacaciones, el miedo a salir a bailar o a tomar algo por ahí, el miedo a caminar por la calle a cualquier hora del día. ¡Caminar por la calle da miedo! ¡Tomar un taxi da miedo! Creo que jamás voy a poder sentir eso en carne viva, y por eso también les pido perdón. La desigualdad no aparece únicamente cuando un hombre pelea con una mujer y, “por tener más fuerza”, la golpea; no aparece nada más cuando un hombre piropea a una mujer; no aparece en el instante en que a una mujer le pagan menos por el mismo trabajo que hace un hombre; no aparece solo cuando una mujer se ve obligada a tener un hijo que, quizás, no quiere tener. La desigualdad, y me parece esto muy importante, no aparece. Para que algo aparezca, ese algo tiene que no estar presente. Entonces, la desigualdad entre el hombre y la mujer no aparece: siempre estuvo, está y estará.  El miedo es lo que la mantiene siempre ahí, siempre al acecho, diciéndole a la mujer que puede ser violada en cualquier momento, y diciéndole al hombre que esa mujer puede ser violada en cualquier momento. Lamentablemente, el miedo no es unisex.

En tercer lugar, la indiferencia. ¿Por qué hay más mujeres que hombres pidiendo por los derechos de las mujeres? ¿No exigimos un aborto legal, seguro y gratuito porque no podemos quedar embarazados? ¿Por qué no somos los primeros en indignarnos y salir a buscar justicia? Las mujeres no tienen que cambiar el mundo por sí mismas, sino que lo tenemos que cambiar entre todos (aunque, por cómo vienen las cosas, es más probable que lo logren solas). Es cierto que cada vez son más las cosas que vamos aprendiendo, pero todavía nos reímos si le dicen a una mina “andá a lavar los platos”, todavía aceptamos pasivos que la única manera que aparezca una mujer en Olé sea en la sección “Diosas” mostrando el culo, todavía miramos con ojos de “te la estás buscando” cuando una chica sale mostrando las piernas. Reímos, aceptamos, miramos: lamentablemente, no hacemos nada al respecto.

Todas estas cosas son clichés, son boludeces repetidas hasta el hartazgo en cuanto portal de noticias, blog, perfil de Facebook o pintada en la pared nos cruzamos; sin embargo, suceden. Pasan todo el tiempo, a cada instante.
Cada 90 minutos de fútbol se marcan 0.03 goles, cada 0.01 segundos alguien pone un corazón en Instagram, cada ocho horas se vende un auto. Cada cuatro minutos una persona sufre un ACV. Cada día nacen 2.043 bebés, 85 por hora, tres cada dos minutos, uno cada cuarenta segundos. Cada treinta horas, una mujer es asesinada. Una menos cada treinta horas. Pero lo que es imposible calcular es cada cuánto tiempo una mujer sufre de violencia de género: no hay fórmula estadística que acepten el parámetro infinito.


Ya no entiendo qué nos pasa. Ya no se trata de “respetarlas porque son nuestras madres, hermanas, novias, amigas”: son mujeres, son personas. ¿Qué mierda nos pasa? ¿Qué mierda somos? Perdón por tener que pedirles perdón, y por no estar evitando que estas cosas sucedan en lugar de estar pidiendo perdón.

Comentarios

Entradas más populares de este blog

memorias de un piji

Esta no es una historia que inventé yo, sino que se inventó sola, mientras un piji revoloteaba dentro de auto gris. Lo único que estoy haciendo aquí es escribirla. Muchos años antes que esta tarde, allá por diciembre del dos mil tres, entré a la habitación de mi madre. Tenía diez años. Ella estaba en su cama, con los ojos todavía húmedos, abrazada a uno de mis hermanos. Hacía una semana que su madre, mi abuela, había fallecido. Trataba siempre de llorar en silencio, en su cuarto, para no entristecernos, para que seamos menos infelices, quiero creer. En ese momento hablaba con mi hermano de algo que no no escuché. Ahora, supongo que ella le estaba contando anécdotas de Carmita, su madre, porque le hablaba con una voz suave y lenta, en un susurro envolvente, mirándolo tiernamente a los ojos desde arriba mientras le acariciaba los rulos. Lo miraba a él, y la miraba a ella. Mi hermano tenía la vista puesta en la pared, o en otro lugar, en los lugares que mi madre le relataba, y la boca...

viernes 3 AM

Hacía cinco días que le pasaba lo mismo. Eran las tres de la mañana y miraba acostada por la ventana cómo se prendía una luz en un departamento del edificio del frente. Trataba de imaginarse qué hacían a esa hora despiertos. En su cabeza podía ver a una señora que se levantaba para ir a tomar agua, o ir al baño, o ambas, quién sabe, y después se dormía. Miraba también cómo la barra de acero del perchero se había torcido en el medio hacia abajo por el peso de los abrigos. Estaba harta de esta situación, de no poder descansar lo suficiente, tener que levantarse temprano, prepararse un mísero desayuno, caminar hasta la facultad, cursar seis grises horas, caminar corriendo hacia la oficina mientras comía algo frío y seco, ir de acá para allá entre la oficina y el lugar al que la mandaba el idiota del jefe durante ocho horas aún más grises que las seis anteriores, esperar el colectivo, llegar y prepararse algo rápido para comer y acostarse e intentar dormir. Tenía que hacer algo con ese in...

volando por ahí, y estoy

Estaba a pocos metros de la esquina de Santiago del Estero y Humberto Primo, esperando el 60. Adelante mío había una mujer que no tenía más de treinta años. Llevaba puesta una remera no tan blanca, y unos pantalones verdes. En la mano tenía una campera pesada, y la agarraba con desprecio, quizás porque hacían más de veinte grados y ahora tendría que cargar con ella toda la tarde. Se acercó un señor grande, con pantalones y campera del mismo color, un verde podrido. Estaba sucio, y caminaba como Tribilín, encorvado hacia delante, con las manos en los bolsillos. “Vendo merca, paco, porro, vendo”, seguía gritando, mientras se filtraba entre los autos que esperaban el verde del semáforo.  Se paró al lado de la mujer de la campera, del otro lado de la señal azul que indica la parada del colectivo. Abrió el basurero naranja y escupió adentro. “Vendo merca, paco, porro, vendo”, volvió a gritar, y se reía, y se repetía como para sí mismo “vendo merca”, mirando el suelo y asintiendo lenta...