El avión saca su
tren de aterrizaje, sigue descendiendo y se escucha –y se siente– cómo sus
ruedas se aferran al suelo: nada fuera de lo común. Un nuevo aeropuerto, aunque
jamás se encontrarán diferencias sustanciales entre ningún aeropuerto del
mundo. El Aeropuerto Internacional Atatürk tampoco escapa a esta norma, pero el
lugar está atestado de personas que intentan encontrar la cola que les
corresponde para pedir entrar a Turquía. A pesar de ser gigante, parece chico.
El aeropuerto
está aproximadamente a treinta kilómetros de distancia de Estambul. Lo novedoso
de este aeropuerto se encuentra, sin embargo, al cruzar sus puertas hacia
afuera. El camino hasta la ciudad da una muestra de lo que les espera a los
recién llegados: miles de flores dibujan formas que van desde un arcoíris hasta
un derviche dando vueltas y vueltas con un vaso en una mano y un narguile en la
otra, durante todo el trayecto. Entre todos esos colores y flores, se destacan
los tulipanes, con sus copones enormes. Treinta kilómetros de decoración para
dar la bienvenida a una de las ciudades más hermosas del mundo.
Estambul deriva
del griego eis tin poli, que significa
algo así como "aquélla es la ciudad", respuesta que obtenían los
soldados turcos de los griegos cuando les preguntaban dónde estaba la ciudad, aunque los turcos en
verdad querían saber dónde quedaba Anatolia, y no Constantinopla (que ahora se
llama Estambul).
Se llamó Estambul
oficialmente en 1930, cuando sustituyó a Constantinopla gracias a Mustafa Kemal
Atatürk, el fundador del estado turco. No solo perdió el nombre: también le
sacaron su condición casi natural de “capital”, aunque se sigue respirando en
su aire.
Salir a caminar
por las calles de Estambul elimina toda duda de que los argentinos son
descendientes de los turcos. En cualquier momento se está esperando que
aparezca alguien conocido, algún amigo, algún familiar lejano.
Es probable que,
en la primera caminata, los locales se aprovechen de la situación. De un
costado, aparece un joven que comienza su charla de una manera muy particular:
“¡argentinos!”. ¿Es el tabique pronunciado?, ¿son las cejas gruesas?, ¿son los
gritos que suenan en todos lados?
El muchacho, que
es turco, pero –como muchos otros– habla muy bien el castellano, sonríe y
sigue: “Yo conocí a argentino como ustedes, es amigo. Jugaba al fútbol en
equipo de aquí”. Los que piensen que todo es una farsa y que les van a robar
todo, deberían salir corriendo. “Mi amigo es Pablito Mouche, es muy piola, como
dicen ustedes”.
Entre anécdotas
de fiestas y viajes con su amigo Mouche, el tipo hace las veces de guía
turístico, y demuestra que sabe de La Boca cuando en el recorrido señala unas
casitas de madera amontonadas, pintadas de muchos colores, con balconcitos y
techos como de chapa. “El Caminito de Turquía”, se ríe.
Así, de repente,
cuenta que su tío vende alfombras. “Las mejores alfombras de Turquía”. Que hay
que verlas, que seguro te llevás una, que al mejor precio. Que pin, que pan,
abre la puerta del comercio.
Adentro, casi
todo es alfombra. El piso, las paredes, rollos y rollos de alfombras por todos
lados. Pero no todo: una pared de los hombres turcos más turcos jamás vistos
observan con los brazos cruzados de arriba abajo a los recién llegados, con las
caras de alguien que se acaba de levantar de una siesta, o alguien a quien se
le debe mucha plata. Algunos los miran sentados en unos sillones elegantes,
acariciando el apoyabrazos de madera oscura. El amigo de Mouche indica una
escalerita al final del salón. No parece haber mucho espacio para rehusarse.
No uno, sino dos pisos
más abajo, el lugar está en penumbras. Cuando se escucha el clic del
interruptor, la luz deja al descubierto un sótano enorme, con piso de madera y
muchas más alfombras que antes. Las paredes están cubiertas por algunas –muy
pocas– de ellas, y todas las demás, enrolladas y acomodadas de pie alrededor
del salón.
El amigo de
Mouche ofrece asiento a un costado del salón, en donde hay una especie de
banquito de madera (la misma que la del piso) pegado a la pared. Apenas el
banquito alargado cruje con el peso de alguien, aparecen dos hombres y apoyan
unas mesitas individuales de madera frente a quienes recién se sentaron.
“Mi tío, dueño de
negocio, ya viene. Esperen un poquito”, dice el amigo de Mouche, mientras sigue
contando historias vividas con el ex jugador del Kayserispor.
El tío, cuando
baja por las escaleras, pregunta qué quieren tomar los invitados, y les
recomienda el té de manzana, muy distinto a lo que en Argentina se entiende por
té de manzana. Apenas los invitados asienten, hace sonar los dedos dos veces, y
los dos hombres que habían traído las mesitas salen disparados hacia otro lado.
A los cinco minutos, aparecen con los tés, servidos en unos pequeños
jarroncitos de vidrio transparente sin asa.
El tío del amigo
de Mouche, grandote y vestido de traje, se sienta en la única silla de la sala,
de madera y con un tapizado de terciopelo rojo. Habla muy bien castellano; dice
que viaja seguido a Latinoamérica porque tiene un negocio de alfombras en
Brasil, y que conoce Argentina por la fábrica de alfombras de Catamarca.
Cuenta sobre las
alfombras, de dónde vienen, quién las hace, con qué tipo de tejido, cantidad de
nudos, técnica. Cada tanto, ante el menor gesto de interés por parte de algún
invitado, hace sonar dos veces los dedos y señala algo. Al instante y a toda
velocidad, dos hombres sacan un rollo y lo despliegan en el piso de madera,
iluminado por unos reflectores que cuelgan del techo.
El hombre sabe
vender. Halaga a los invitados, los hace sentir cómodos, les cuenta chistes.
Como buen vendedor, detecta a la persona que toma las decisiones sobre
decoración, y se dirige a ella la mayor parte del tiempo.
Los precios de
las alfombras pueden llegar a superar los 20.000 dólares, y el tío del amigo de
Mouche ofrece las mil y un formas de pago, y envíos hasta la puerta del
domicilio. Todo parece ser una charla entre viejos amigos. Pero cuando los
invitados agradecen y rechazan las ofertas, el tono pasa a ser más seco. Como
si ese viejo amigo, de repente, se sintiera ofendido por un comentario
inoportuno.
Esta es una de
las posibles experiencias al pisar por primera vez Estambul, una ciudad tan
antigua e histórica como llena de vida, colores y gente descubriendo la lengua
de origen de los que pasean para invitarlos a sus bares, a sus restaurantes, a
los paseos por las mezquitas más impresionantes del mundo, o para comprar algún
jugo de naranja.
El tío del amigo
de Mouche, finalmente, sale de su enojo infantil, y estrecha la mano a los
invitados, aceptando su derrota. Uno de los invitados lo consuela: “es nuestro
primer día en la ciudad; vamos a seguir recorriendo y después volvemos”. El
amigo de Mouche los acompaña a la salida, mientras se ríe y les dice: “ustedes
los argentinos siempre dicen lo mismo, después vuelvo y nunca vuelven”.
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