Las ruedas muerden el asfalto, suenan como una pequeña sierra eléctrica cortando
una madera blanda. Mi cara golpea el aire quieto de la noche fría. Pedaleo cada
vez más rápido, tratando de calentar mis piernas. O tratando de no pensar, de
alejarme.
La velocidad me libera, no me doy cuenta que llueve hasta que unas gotas
rebotan contra mis anteojos. Pedaleo más fuerte, aprovecho la pendiente. Los autos
estacionados hacen intermitente el sonido de las ruedas.
Hay algo que hace que quiera pedalear, aun cuando mis piernas no dan más. Hace
diez minutos que mi bicicleta acelera sin detenerse. Sigo pedaleando. ¿Qué es?
Más fuerte. Los auriculares reposan en mi cuello, la música llega a escucharse.
Poco me importa que se mojen, que se rompan. Están hechos mierda, pienso. Pero
los quiero, como a toda cosa vieja y hecha mierda que tengo.
Hay una sensación que va subiendo por mi cuerpo, algo extraño. No sabría
decir qué es, pero se parece a cuando algo te sale bien y lo sentís en carne
propia. Paso en rojo el tercer semáforo seguido. Alguna vez tuve una especie de
obsesión por los números, y ese tercer semáforo me hubiese significado alguna
relación con otras cosas; ahora, casi ni lo noto.
No hice nada bien. Nada. Muchas cosas por hacer, por resolver, y no logré
concretar ninguna. No entiendo qué pasa, por qué este placer. Pero pedaleo más
fuerte.
Estoy empapado, mis manos congeladas. Saco las manos del manubrio y las
meto en los bolsillos de la campera. Enderezo mi espalda. Sigo pedaleando. Cuando
se calientan, saco las manos de la campera y agarro el asiento mientras
zigzagueo.
La pelota sigue subiendo por mi garganta. Cuando llega a mi boca, me
preparo para comenzar a reír. Reír de no sé qué cosa, porque nada hay en mi
vida para reír.
Sin embargo, de adentro me brota un llanto horrible, un llanto enorme,
contenido hace siglos. Más pedaleo, más lloro. Una moto pasa a mi lado y me
toca bocina. Sigo igual.
Estoy llorando, pero cada vez estoy más relajado. Me doy cuenta que ya no
pienso más en nada. Ni en lo que no hice, ni en lo que tengo que hacer. Mi cuerpo
va asimilando la liberación, y vuelvo a agarrar el manubrio. Las lágrimas todavía
se mezclan con la lluvia, caen a baldazos sobre el asfalto que las recibe y las
acomoda en su piel negra y estriada.
Muchos pensamientos, mucha información es expulsada en forma de gotas. Tantas
cosas que leo sin sentido, tantas palabras que me dan como importantes. Lloro y
dejo que se vayan. Lloro y me duelen, me aflojan.
No puedo ver por las lágrimas. No quiero abrir los ojos. El vértigo se le
sube a upa a la velocidad. Sigo llorando, sigo pedaleando.
Me doy cuenta que me estoy riendo. Una risa de descarga, de por fin dejo de
pensar. No sé qué fue lo que desató esto.
Paso el sexto semáforo en rojo, los ojos cerrados. No veo el auto que está
cruzando la avenida, que me hizo señas de luces y que me está tocando bocina. Choco
su puerta, todavía no sé de qué color es. Vuelo. No se escucha nada, solo el
aire.
Como últimamente escucho música con los auriculares grandes, no llevo
casco. Mi cabeza rebota contra el asfalto, aquél que hace apenas unos segundos
abrazaba mis lágrimas y ahora rasguña mi cara, mis brazos, mis piernas
entumecidas por el pedaleo. No siento nada.
Estoy tirado en la calle, quieto. Ahora escucho la música de los
auriculares, uno de ellos está roto y la voz de la cantante no sale. ¿Cómo hizo
el cable para no desconectarse del celular?
Ya no lloro, pero mi cara está mojada.
Un señor se me acerca, gritando algo que no entiendo. Llamen a una
ambulancia, creo que dice. Se arrodilla y me mira a los ojos, y creo que dice
que llamen a la ambulancia que estoy vivo.
Pero no. Sigo llorando por reflejo, pero no estoy vivo.
Miro la escena desde la terraza de un edificio muy alto; el piso es de
vidrio. No tengo puestos los anteojos, pero no me hacen falta para ver.
La gente se amontona a mi alrededor. La mujer del auto (ahora sé que es
negro) es abrazada por otra persona, mientras llora desconsoladamente.
Sigo mirando y no puedo entender qué pasa. Por qué ella grita, por qué los
demás me ven en silencio, paralizados.
Me toco la cara, y estoy mojado. Pero ya no lloro. Tampoco me siento mal. Solo
me froto las manos, porque está frío, y todavía las tengo congeladas.
Y me quedo ahí, mirándome.
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