Recién a la
tercera vez logra levantarse. La baja densidad del colchón lo obliga a resignar
la almohada: siempre piensa en su cama como una banana que se inclina hacia
arriba.
Pone la pava
eléctrica y se queda mirando por la ventana. Espera a que el ruido del aparato
comience y se acerca al vidrio. Su nariz toca el cristal helado. Sopla varias
veces para ver la trayectoria torcida de su aliento nasal empañando todo a su
camino. Tiene el tabique torcido, pero no sabe por qué.
Del otro lado de
la ventana el verde se extiende hasta perderse en las montañas que hay
enfrente. Son más de cinco capas de cerros, y le gusta imaginarlos dentro de un
programa de diseño gráfico: diecisiete mil algarrobos acá, ocho mil
cuatrocientos talas entre los dos del medio, una pelada con pasto cortado al ras
por animales que aparecen cuando nadie ve, un cañadón en donde hacen nido cinco
cóndores.
Se sienta en uno
de los sillones de la galería. Ceba el primer mate y mantiene el agua en la
boca unos segundos antes de tragar. Esa mañana quiere saber por qué la pava
eléctrica tiene la opción de calentar el agua para el mate: ¿es tanta la
devoción nacional por esa infusión? Le parece un aparato tan perfecto que
podría cebar directamente desde ahí, pero su termo es la cosa en su casa que
más ama. Dejar de usarlo sería igual que matarlo.
Camina por la
galería que rodea todo el frente de la casa. Debajo de una de las enormes
ventanas encuentra un colibrí tirado en el piso. Se agacha a verlo. Le dan
ganas de pasar el dedo por el plumaje azul platinado. Cerca del pico aguja un
escarabajo intenta llegar a la parte de arriba del pájaro. Casi no hay
diferencia entre la panza y la cabeza, es una misma línea la que apenas se curva
para dar forma a ese bicho tan hermoso. Cuando toca lo que parece ser la parte
más suave, el colibrí pega un salto y sale volando. Se queda mirando el
revoloteo apenas perceptible de las alas y quiere saber si esa es la razón por
la que vuela tan minuciosamente.
Quiere ser el
creador de algo tan perfecto como un colibrí. Si logra hacerlo, no importará
que nadie lo felicite o admire.
Baja hasta la
huerta y corta con la navaja dos tomates, una cebolla de verdeo y unas pocas
hojas de cilantro. Pone todo en una bolsa y desde ahí ve cómo el sol empieza a
iluminar la última capa de montaña que queda a oscuras: la más cercana, al otro
lado del camino.
Antes de subir, abre
la puerta del gallinero y deja que sus piernas sean picoteadas un rato. Agarra
los dos huevos que pusieron y los pone en la bolsa.
Cuando está en la
casa otra vez, quiere escribir un poema que hable sobre el colibrí.
a veces
cuando todos respiran
yo muero un rato
y despierto en colibrí
para ser por un segundo
el alma que llevan los pájaros
antes de golpear el vidrio
que refleja la continuación
de lo que acabo de atravesar
Borra todo y deja
solo la frase “despierto en colibrí”. Intenta de nuevo.
desde un haz de luz
el aire me entra por la boca
que ya no es boca
es un pico
alargado y en punta
con sabor al jugo de las flores
de las que veo siempre desde la casa
pero ahora las vuelo y les bailo
con lenguajes nuestros
cuando despierto en colibrí
Vuelve a borrar
todo.
Saca las cosas de
la bolsa y pone todo en la canasta de la cocina. Agarra los huevos, los rompe y
los pone en la sartén con manteca que arde en la hornalla. Corta unas rebanadas
de pan y las tira al costado de los huevos. Pone sal y un poco de pimienta. Con
un movimiento de muñeca desliza todo en un plato.
Se sienta en la
galería y come. Ceba el mate. Mira a lo lejos y ve las cabras que caminan en
fila por entre los árboles hasta perderse en la tercera capa de montañas.
Toma el mate,
aprovechando el agua para limpiar los restos de pan de sus dientes.
Ya no quiere
escribir sobre el colibrí.
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