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guerras en mí

Bueno, nada, acá estoy, sin poder dormir gracias al ruido del agua que corre y corre y corre por el inodoro que se rompió (otra vez).

          Desertó. Cruzó la frontera buscando libertad, buscando paz; buscando tener una vida sin inconvenientes. Algo le hizo pensar que, yéndose, lograría escapar. Se instaló en la capital del país vecino, buscó un trabajo, consiguió pareja, y comenzó de nuevo. La guerra en su país seguía, y parecía no tener fin. Aquí, no sería molestada. Un viejo en una verdulería le dijo un día "vos no sos de aquí". Ella, inquieta, incómoda, se fue sin decir nada. Con el correr de los días, sentía que la gente la miraba con especial atención, le hacían preguntas cada vez más invasivas; la observaban. No pasó ni una semana, que la guerra estalló en aquel país también. Sin dudarlo demasiado, huyó. Abandonó su pareja, su hogar, sus pertenencias. Otra vez. En el nuevo país, consiguió nuevamente un trabajo con el que podría mantener una vida sin muchos privilegios. Y así estuvo, día tras día, semana tras semana, hora tras hora, sudando para poder mantenerse, siendo lo más precavida y disimulada posible. Un viejo, que la ayudó una vez cuando se tropezó y cayó al suelo, le dijo "vos no sos de aquí". Salió corriendo. Desesperada, intentó pensar qué iba a hacer ahora que había sido descubierta nuevamente, y la guerra estaba comenzando allí también. Supo que la mejor opción era regresar a su país. Aunque la castigaran. Aunque tenga que vivir el resto de sus días realizando tareas comunitarias. Aunque no la perdonaran jamás. Al llegar a su casa, en su país, abrió la puerta. Su madre, que estaba mucho más vieja, corrió a abrazarla. "Perdoname", fue todo lo que le pudo decir. "Bienvenida".


Perfecto, ahora acidez. ¡Qué día!

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