Hace
veinte minutos que estaba pedaleando, y ella seguía descansando. ¿No iba a
cambiar jamás? Apenas aceleraba una vez que yo empujaba con fuerza con mi pie.
Y sí, un botecito a pedales para dos personas es muy difícil de mover con un
par de piernas. Pero no le iba a decir nada, claro. Si hace dos semanas que no
nos veíamos; hoy tengo que callarme y obedecer. Además, ¡cuánto la extrañaba!
–
¿Me estás escuchando? –me preguntó, sacándome de mi estupor.
–
Obvio, mi amor. Pasa que estoy concentrado en el recorrido de esta cosa
–le dije
–
Bueno. Entonces, el profe me dijo que no necesitaba sí o sí hacer la
carpeta, pero que, por lo menos, le entregue la tarea que era para la semana
pasada –siguió ella.
Las
olitas que se formaban cuando pasábamos con el bote no llegaban a los dos
metros de vida. Morían rápidamente, pero más allá se formaban otras, empujadas
ahora por el leve suspiro de la brisa que corría. Y estas nuevas olitas eran
más resistentes, y casi llegaban al muelle que había allá.
–
Pero no le gusta que siga haciendo danzas. Me dice que no me ayuda en
nada, y que sigo estando gorda –seguía Euge, en su interminable monólogo.
Era un
muelle muy lindo, y se podía ver atrás la casa de sus dueños. Pero lo que más
resaltaba era una glicina gigante, de la que caían como cataratas unas ramas
rebosantes de flores violetas, y algunas de esas ramas acariciaban el agua. En
el muelle había gente tomando sol y jugando a algún juego de mesa. Y había una
chica en el agua, un poco alejada de los pilotes de madera.
–
¿Qué ves? –me increpó.
–
Nada, ese árbol enorme. Me gustaría regalarte esas flores –intenté
escaparme.
–
¡Ay, sos un tierno! –dijo, y me dio un beso.
La chica
debía tener la edad de Eugenia. Me hubiese gustado conocerla mejor. Parecía ser
buena persona. Por lo pronto, era muy linda. Volvió al muelle y se acostó sobre
las maderas. Estaba mirando a uno de los hombres que jugaban en la mesa. Él se
dio vuelta y le ofreció un trago. Se acercó a ella, se agachó y le apoyó el
vaso en la cara. Y le dijo algo. Y se miraron. Fue esa típica mirada. Yo la
conocía bien. Él era mucho más grande que ella, ¿cómo podía ser que algo pasara
entre ellos? ¿Lo sabrían los demás? La mirada se mantuvo. Una mujer también más
grande dijo algo, y él abrió los ojos como sorprendido, o descubierto, o
asustado –susto que también conocía a la perfección–, y rápidamente se dio
vuelta para escuchar lo que decía el otro hombre.
–
Mi amor, ¿todo bien? –me preguntó Eugenia.
–
Sí, ¿por? –contesté
–
No sé, te noto medio raro –me dijo.
–
Estaba mirando la gente de allá –le dije sin importancia.
–
Te parece linda, ¿no? –me descubrió. Abrí los ojos, casi igual como lo
había hecho ese hombre, y después me di vuelta para mirar dulcemente a Euge a
la cara.
–
Para nada. Nunca va a ser más linda que vos–.
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