Ir al contenido principal

paratríala

I

       Sólo si fuese un turista mi lento caminar hubiese tenido sentido. Pero, ¿para qué apurarse? La gente pasaba mirando su  propia pincelada de vereda-edificios-cielo. Apurados. Sin prisa. Serios. Independientes. Tenía que ir a la Central a saludar, a ver si alguien se acordaba de mí. Ya se cumplían cinco años desde que me retiré, y hasta entonces nunca había aparecido por allí.
 Por lo menos el idiota de seguridad me reconocía:
-¿Cómo le va, Dr. Dubois?- me recibió. Era un hombrecito de cara alargada y triste. Parecía ser que siempre estaba por llorar, con el ceño fruncido y las cejas inclinadas hacia arriba en el centro. Cuando yo empecé a trabajar, ya estaba aquí. Y aún usaba el mismo uniforme, con esa chaqueta azul con el bolsillo en suelo del corazón, los pantalones blancuzcos y los borceguíes negros con la punta ya gastada y gris, pero disimulada por una túnica de lustre. “No soy doctor, imbécil”, era, por lejos, la respuesta más apetecible y tentadora.  
 -Ahora que lo veo bien, mucho mejor- respondí. –Paso a saludar a los muchachos y me voy.
        
       Ese aroma era el que cualquier persona hubiese querido disfrutar todos los días en lo que se podría considerar como el trabajo perfecto. El perfume de la camaradería, del júbilo exagerado. Se sentía ya antes de abrir la puerta de la oficina. Una vez adentro, los vi. Ahí estaban. El gran Marco Sibani y su eterno socio y amigo, Félix Podorov. Marco, como era de esperarse, permaneció estático, inmutable. Félix se levantó y rápidamente se acercó a saludarme. Su típico saludo, no había cambiado. Estiramos nuestras manos derechas y, al momento de juntarse al son de un pequeño y gratificador chasquido, acercó también la izquierda formando una repentina congregación afectuosa.

Comentarios

Entradas más populares de este blog

memorias de un piji

Esta no es una historia que inventé yo, sino que se inventó sola, mientras un piji revoloteaba dentro de auto gris. Lo único que estoy haciendo aquí es escribirla. Muchos años antes que esta tarde, allá por diciembre del dos mil tres, entré a la habitación de mi madre. Tenía diez años. Ella estaba en su cama, con los ojos todavía húmedos, abrazada a uno de mis hermanos. Hacía una semana que su madre, mi abuela, había fallecido. Trataba siempre de llorar en silencio, en su cuarto, para no entristecernos, para que seamos menos infelices, quiero creer. En ese momento hablaba con mi hermano de algo que no no escuché. Ahora, supongo que ella le estaba contando anécdotas de Carmita, su madre, porque le hablaba con una voz suave y lenta, en un susurro envolvente, mirándolo tiernamente a los ojos desde arriba mientras le acariciaba los rulos. Lo miraba a él, y la miraba a ella. Mi hermano tenía la vista puesta en la pared, o en otro lugar, en los lugares que mi madre le relataba, y la boca

mientras te amo

Hace veinte minutos que estaba pedaleando, y ella seguía descansando. ¿No iba a cambiar jamás? Apenas aceleraba una vez que yo empujaba con fuerza con mi pie. Y sí, un botecito a pedales para dos personas es muy difícil de mover con un par de piernas. Pero no le iba a decir nada, claro. Si hace dos semanas que no nos veíamos; hoy tengo que callarme y obedecer. Además, ¡cuánto la extrañaba! –       ¿Me estás escuchando? –me preguntó, sacándome de mi estupor. –       Obvio, mi amor. Pasa que estoy concentrado en el recorrido de esta cosa –le dije –       Bueno. Entonces, el profe me dijo que no necesitaba sí o sí hacer la carpeta, pero que, por lo menos, le entregue la tarea que era para la semana pasada –siguió ella. Las olitas que se formaban cuando pasábamos con el bote no llegaban a los dos metros de vida. Morían rápidamente, pero más allá se formaban otras, empujadas ahora por el leve suspiro de la brisa que corría. Y estas nuevas olitas eran más resistentes, y casi llegaba

tu te quiero

Tu te quiero rápido y directo, lanzado así porque sí, es más sanador que mil terapias. Te devuelve la parte que creías perdida, que creías se había ido allá, a ese lugar donde están ustedes, donde no puedo estar, pero estoy también. Tu te quiero, mientras salís disparada yéndote a hacer nosequécosa, sin esperar que te diga mi yo también, te hace salir, otra vez, de ahí, de donde no querés nunca estar, de donde muchas veces cuesta salir. Te ayuda a saber que, estés donde estés, me vas a querer. A tu te quiero, que no espera mi yo también, no le hace falta esperarlo, porque ya lo conoce. Ya sabe que mi yo también va a estar siempre, como tu te quiero, aunque a veces tu te quiero sea más importante y más movilizador, y más buenito, porque no espera mi yo también, porque ya sabe que está, no le hace falta escucharlo. Tu te quiero te sirve la comida, te plancha la ropa, te tiende la cama, te limpia la casa, te abraza, y te besa. Tu te quiero te acompaña. Tu te quiero me acompaña.