Salió al patio para respirar un poco de aire fresco, frío. Se quedó mirando el paredón de ahí adelante, ese de ladrillos grandes y grises, alto como una jirafa, con unos pelos enrulados de metal brillante en la punta, y vio por un segundo lo que habría al otro lado. Plantas verdes y enormes, con flores violetas y rojas y celestes y amarillas y blancas bien fuerte, con abejas alrededor y toda la cosa. Sólo los dividía ese paredón, un simple paredón, un impasable paredón. Un gris paredón. Una mariposa pasó como brincando a su lado, y brincando así siguió y llegó hasta el final de los ladrillos grises, allá bien alto, y se paró en uno de los rulos de metal. Cada tanto movía las alitas, pero se quedaba ahí. Él se rió, sabiendo lo suertuda que era esa mariposa, y lloró riéndose, y después se rió entendiendo y pensando. Y la seguía mirando, y ella ahora lo miraba también a él, y se miraban. Y se veían. No sé por qué, pero esa tarde, fue feliz, y fue feliz con ella, y por ella. Y le pidió que fuera feliz por él, y por ella y por los dos.
Esta no es una historia que inventé yo, sino que se inventó sola, mientras un piji revoloteaba dentro de auto gris. Lo único que estoy haciendo aquí es escribirla. Muchos años antes que esta tarde, allá por diciembre del dos mil tres, entré a la habitación de mi madre. Tenía diez años. Ella estaba en su cama, con los ojos todavía húmedos, abrazada a uno de mis hermanos. Hacía una semana que su madre, mi abuela, había fallecido. Trataba siempre de llorar en silencio, en su cuarto, para no entristecernos, para que seamos menos infelices, quiero creer. En ese momento hablaba con mi hermano de algo que no no escuché. Ahora, supongo que ella le estaba contando anécdotas de Carmita, su madre, porque le hablaba con una voz suave y lenta, en un susurro envolvente, mirándolo tiernamente a los ojos desde arriba mientras le acariciaba los rulos. Lo miraba a él, y la miraba a ella. Mi hermano tenía la vista puesta en la pared, o en otro lugar, en los lugares que mi madre le relataba, y la boca
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