Cae al mismo tiempo que se levanta, sale de su habitación y va a la cotidianeidad. Hace, deshace, rehace y vuelve. Sin tener voz, sin tener dios, vuelve. Ser, ver y creer son ya lo mismo. Hace algún tiempo, era creación, era vida, era vuelo. Camisas azules y pantalones grises se derriten en el mismo charco. Las miradas con su reflejo se impregnan de sentido contrario. Lo acusa de farsante, de voluble. Trata de acariciarlo, de consolarlo, de marchitar sus lágrimas, pero lo rompe. Silenciosamente, se ve ahora con miles más. Todos, mirándose. Todos, llamándose. Todos, desaparecen, y le dejan su lugar a su techo, a su suelo. Los recoge, con cuidado, y los acuesta dulcemente en el negro manto que habita en su cocina. Y cae en su cama, al mismo tiempo que vuela, alto, lejos de allí.
Esta no es una historia que inventé yo, sino que se inventó sola, mientras un piji revoloteaba dentro de auto gris. Lo único que estoy haciendo aquí es escribirla. Muchos años antes que esta tarde, allá por diciembre del dos mil tres, entré a la habitación de mi madre. Tenía diez años. Ella estaba en su cama, con los ojos todavía húmedos, abrazada a uno de mis hermanos. Hacía una semana que su madre, mi abuela, había fallecido. Trataba siempre de llorar en silencio, en su cuarto, para no entristecernos, para que seamos menos infelices, quiero creer. En ese momento hablaba con mi hermano de algo que no no escuché. Ahora, supongo que ella le estaba contando anécdotas de Carmita, su madre, porque le hablaba con una voz suave y lenta, en un susurro envolvente, mirándolo tiernamente a los ojos desde arriba mientras le acariciaba los rulos. Lo miraba a él, y la miraba a ella. Mi hermano tenía la vista puesta en la pared, o en otro lugar, en los lugares que mi madre le relataba, y la boca
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