No había caso. Las cuatro ruedas giraban en el aire. La panza de la
camioneta ya tocaba ese suelo de cenizas volcánicas, y no había una piedra tan
grande como para que la goma mordiera y saliera de ahí. Las que conseguimos se
enterraban apenas mi papá pisaba el acelerador. Lo vi dudar unos segundos.
“Tenemos que caminar”, me dijo preocupado pero simulando tranquilidad.
Preocupado quizás porque estábamos en medio de un desierto, porque el lugar más
cercano estaba a cinco horas a pie, porque no teníamos casi nada de agua, o
porque si nos agarraba la noche nos moríamos congelados. “Buenísimo”, pensé yo,
desconociendo todo eso. Empezamos a caminar. Cuando nos paramos a descansar en
una piedra grande, vi hacia atrás y me sorprendió lo chiquita que parecía la
camioneta desde allí. Varios kilómetros después, caí rendido mientras subíamos
una cuesta. No podía respirar, y me desesperaba. Papá me dijo que me
tranquilice, que es normal que me pase eso estando a más de cuatro mil metros
de altura. “Es esa última loma y llegamos”, me dijo. “Mentiroso”, pensaba yo.
Ya me había dicho eso varias veces, y después de la loma, había más lomas. Me
dio un poco de agua. Cuando la probé, me hizo recordar a mi casa, a mi mamá
llenando esa cantimplora “por si acaso”, como decía. Qué rica era el agua de
casa. Nos levantamos rápido porque se venía una tormenta, y no teníamos lugar
para refugiarnos. Unas horas después llegamos a la escuelita de la cual
habíamos partido al mediodía. Papá me abrazó muy fuerte. Y no me soltaba. Era
como el abrazo de un chico, de un chico con miedo. Me asusté mucho. Y lo abracé.
Esta no es una historia que inventé yo, sino que se inventó sola, mientras un piji revoloteaba dentro de auto gris. Lo único que estoy haciendo aquí es escribirla. Muchos años antes que esta tarde, allá por diciembre del dos mil tres, entré a la habitación de mi madre. Tenía diez años. Ella estaba en su cama, con los ojos todavía húmedos, abrazada a uno de mis hermanos. Hacía una semana que su madre, mi abuela, había fallecido. Trataba siempre de llorar en silencio, en su cuarto, para no entristecernos, para que seamos menos infelices, quiero creer. En ese momento hablaba con mi hermano de algo que no no escuché. Ahora, supongo que ella le estaba contando anécdotas de Carmita, su madre, porque le hablaba con una voz suave y lenta, en un susurro envolvente, mirándolo tiernamente a los ojos desde arriba mientras le acariciaba los rulos. Lo miraba a él, y la miraba a ella. Mi hermano tenía la vista puesta en la pared, o en otro lugar, en los lugares que mi madre le relataba, y la boca
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