Ir al contenido principal

cuesta arriba

Una canasta también hubiese sido suficiente. Pero no, era un cajón. Y no, no tenía manijas. Y sí, era pesado. Sabíamos que tendríamos que llevarlo kilómetros y kilómetros cuesta arriba. ¿Por qué no pudo traer una puta canasta? Salimos, sin decirle nada. No podíamos decirle nada, claro. A la media hora, sentía cómo el borde del cajón estaba casi lastimando mis dedos. ¿Qué digo media hora? ¡Quince minutos! Tuvimos que desviarnos del camino porque había unos perros más adelante, y no queríamos correr el riesgo. No con esta cosa de mierda que llevábamos. Si hubiésemos estado sueltos, tres, cuatro tiros, y se acabó el perro. Cuando volvimos a la senda principal, paramos unos segundos para descansar. Fue justo acá cuando pasó. Nadie nos avisó que había otra gente. Le pegaron al Chueco, como cuatro o cinco veces, no sé bien, pasó muy rápido, y yo no vi nada, no sé. En realidad, no sé si le pegaron, porque no sé si eran muchos, o uno solo. Lo que sé, es que el Chueco quedó tirado en el piso, y miraba pero no se movía. Pero no lo mataron, eh. No, estaba ahí, como boludo. Yo me tiré para atrás, del impulso, supongo. Me quedé cubriéndome con el cajón, aunque no sabía ni de dónde le habían pegado, así que era al pedo. Entonces, pensé que lo mejor era salir de al lado del cajón, ya veo que me explotaba toda la mierda esa si me intentaban pegar a mí. Le hice una seña al Chueco de que ya volvía. No me contestó nada, seguía ahí tirado. Me fui corriendo de vuelta a la base, pero no había nadie. Siempre había gente. Cuando querías pasar con algo escondido, siempre estaban para controlarte y sacarte todo, pero ahora no. Entré y llamé por teléfono a la policía. Pero colgué antes que me contestaran. ¿Mirá si iba a llamar a la policía? ¡Qué boludo! A todo esto, el tipo entra por la puerta, con una canasta. Acá tenés tu canasta, me dice, sin esperar que yo le diga nada. Y no, no podíamos decirle nada, claro.

Comentarios

Entradas más populares de este blog

memorias de un piji

Esta no es una historia que inventé yo, sino que se inventó sola, mientras un piji revoloteaba dentro de auto gris. Lo único que estoy haciendo aquí es escribirla. Muchos años antes que esta tarde, allá por diciembre del dos mil tres, entré a la habitación de mi madre. Tenía diez años. Ella estaba en su cama, con los ojos todavía húmedos, abrazada a uno de mis hermanos. Hacía una semana que su madre, mi abuela, había fallecido. Trataba siempre de llorar en silencio, en su cuarto, para no entristecernos, para que seamos menos infelices, quiero creer. En ese momento hablaba con mi hermano de algo que no no escuché. Ahora, supongo que ella le estaba contando anécdotas de Carmita, su madre, porque le hablaba con una voz suave y lenta, en un susurro envolvente, mirándolo tiernamente a los ojos desde arriba mientras le acariciaba los rulos. Lo miraba a él, y la miraba a ella. Mi hermano tenía la vista puesta en la pared, o en otro lugar, en los lugares que mi madre le relataba, y la boca

mientras te amo

Hace veinte minutos que estaba pedaleando, y ella seguía descansando. ¿No iba a cambiar jamás? Apenas aceleraba una vez que yo empujaba con fuerza con mi pie. Y sí, un botecito a pedales para dos personas es muy difícil de mover con un par de piernas. Pero no le iba a decir nada, claro. Si hace dos semanas que no nos veíamos; hoy tengo que callarme y obedecer. Además, ¡cuánto la extrañaba! –       ¿Me estás escuchando? –me preguntó, sacándome de mi estupor. –       Obvio, mi amor. Pasa que estoy concentrado en el recorrido de esta cosa –le dije –       Bueno. Entonces, el profe me dijo que no necesitaba sí o sí hacer la carpeta, pero que, por lo menos, le entregue la tarea que era para la semana pasada –siguió ella. Las olitas que se formaban cuando pasábamos con el bote no llegaban a los dos metros de vida. Morían rápidamente, pero más allá se formaban otras, empujadas ahora por el leve suspiro de la brisa que corría. Y estas nuevas olitas eran más resistentes, y casi llegaba

tu te quiero

Tu te quiero rápido y directo, lanzado así porque sí, es más sanador que mil terapias. Te devuelve la parte que creías perdida, que creías se había ido allá, a ese lugar donde están ustedes, donde no puedo estar, pero estoy también. Tu te quiero, mientras salís disparada yéndote a hacer nosequécosa, sin esperar que te diga mi yo también, te hace salir, otra vez, de ahí, de donde no querés nunca estar, de donde muchas veces cuesta salir. Te ayuda a saber que, estés donde estés, me vas a querer. A tu te quiero, que no espera mi yo también, no le hace falta esperarlo, porque ya lo conoce. Ya sabe que mi yo también va a estar siempre, como tu te quiero, aunque a veces tu te quiero sea más importante y más movilizador, y más buenito, porque no espera mi yo también, porque ya sabe que está, no le hace falta escucharlo. Tu te quiero te sirve la comida, te plancha la ropa, te tiende la cama, te limpia la casa, te abraza, y te besa. Tu te quiero te acompaña. Tu te quiero me acompaña.