Estás pensando qué buena está esa parte de Colabore, en la que el Enano derrapa por "atrapar" o "disparar", hasta llegar al estribillo, casi como si se lo dejara servido para que empiece, y se te cruza un olor por el frente. Es un olor a pizza, o a salsa de tomates. Pero también es un olor a dentífrico, o a chicle de menta. Se te antoja una milanesa con papas fritas, con puré y con ensalada. Pero parece mucho. Siempre te retaban por pedir comida de más y no terminarla nunca. Era lo que más odiabas que te recriminen. Eso y que hayas dejado morir a tu hermano. Vos pensás entonces en la vez que fuiste a la psicóloga y te convenció de que eso no era así, y con eso te tranqiulizás. Pero después te preguntás por qué te disgusta tanto. ¿Será porque no fue así? Porque para vos no fue así. Y para los demás también. Son ellos los que nunca pudieron superarlo, y vos el cargás el peso de una mierda que no te correspondería cargar. Pero ahora es un olor a ladrillos, a tierra. Y ese olor a tierra te hace acordar del calor que te hace. Te sacás la campera, y la profesora hace un gesto de cinco minutos restantes. Solamente pudiste completar la mitad, pero sentís que es una buena mitad. Siempre hay una buena mitad y una mala mitad. Y en esa evaluación la mala mitad no era ni la mitad de abajo ni la mitad de arriba; era un poco de las dos. Una paloma pasa volando y vos la mirás, y sentís mucha envidia, pero es ficticia, porque en realidad no te gustaría vivir cagando mientras volás. Aunque ahora se te ocurre que en los aviones también se caga mientras volás, y creés que podrías hacer un libro hablando sobre el tema y comparar la vida del hombre con la de la paloma, pero después te das cuenta que todavía no terminaste el parcial. Y pensás que no vas a poder terminar nunca nada en tu vida. Y que todas las cosas que hagas van a terminar un poquito incompletas, como el plato que pedías y no terminabas. Entonces te prometés a vos mismo, usando una voz interna que sólo aparece cuando querés hacerte pensar que la cosa va en serio, que desde ahora hasta el día que te mueras, vas a terminar todas las cosas que hagas. Por más que no te guste a mitad de camino. Por más que ya no le haga bien a nadie. Pero ahí ya empezás a dudar, y sentís que ya no tiene mucho sentido. Creés que lo mejor sería preguntarle a alguien cómo se hacen estas decisiones. O preguntarle al Enano si a él, también, lo ayudaron.
Esta no es una historia que inventé yo, sino que se inventó sola, mientras un piji revoloteaba dentro de auto gris. Lo único que estoy haciendo aquí es escribirla. Muchos años antes que esta tarde, allá por diciembre del dos mil tres, entré a la habitación de mi madre. Tenía diez años. Ella estaba en su cama, con los ojos todavía húmedos, abrazada a uno de mis hermanos. Hacía una semana que su madre, mi abuela, había fallecido. Trataba siempre de llorar en silencio, en su cuarto, para no entristecernos, para que seamos menos infelices, quiero creer. En ese momento hablaba con mi hermano de algo que no no escuché. Ahora, supongo que ella le estaba contando anécdotas de Carmita, su madre, porque le hablaba con una voz suave y lenta, en un susurro envolvente, mirándolo tiernamente a los ojos desde arriba mientras le acariciaba los rulos. Lo miraba a él, y la miraba a ella. Mi hermano tenía la vista puesta en la pared, o en otro lugar, en los lugares que mi madre le relataba, y la boca
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