La mira. Sabe que en cualquier momento va a arrancar. Ella también lo mira. Sus miradas son las que definen el transcurso del tiempo. Yo sé que todo esto se acabará en el mismo instante en que pestañee. Pero ya no aguanto más, y lo hago. La luz me grita de nuevo, pero ellos ya no están allí o, por lo menos, no están en sus mismas poses. Él salió corriendo, aunque bien podría volar. Ella lo persigue con la cara contraída por la fuerza de su carrera y por la angustia, o la desesperación. Siente que lo va a alcanzar, sus pasos son más largos, más rápidos, más espaciados. Él, que finge miedo, sorpresa, ejecuta lo que practicó miles de veces. Un segundo antes que ella lo agarre, despliega sus alas y se eleva con una sonrisa triunfante, engreída, y gira la cabecita para verla allí abajo. Pero no la ve allí abajo. Un balde de oscuridad se le viene desde arriba, y ahora la sorpresa es real. Sorpresa e incertidumbre. Ella cierra la boca, y aterriza pesadamente, pero se queda allí. No se mueve, solo espera. Unos días después se la podrá ver con una sonrisa satisfecha en el rostro, paseándose por todo el lugar sintiéndose la cazadora, la dueña, sin que nadie pueda retrucárselo, ya que su trofeo en todas las bocas fue banquete.
Esta no es una historia que inventé yo, sino que se inventó sola, mientras un piji revoloteaba dentro de auto gris. Lo único que estoy haciendo aquí es escribirla. Muchos años antes que esta tarde, allá por diciembre del dos mil tres, entré a la habitación de mi madre. Tenía diez años. Ella estaba en su cama, con los ojos todavía húmedos, abrazada a uno de mis hermanos. Hacía una semana que su madre, mi abuela, había fallecido. Trataba siempre de llorar en silencio, en su cuarto, para no entristecernos, para que seamos menos infelices, quiero creer. En ese momento hablaba con mi hermano de algo que no no escuché. Ahora, supongo que ella le estaba contando anécdotas de Carmita, su madre, porque le hablaba con una voz suave y lenta, en un susurro envolvente, mirándolo tiernamente a los ojos desde arriba mientras le acariciaba los rulos. Lo miraba a él, y la miraba a ella. Mi hermano tenía la vista puesta en la pared, o en otro lugar, en los lugares que mi madre le relataba, y la boca
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