El minuto se mantiene, no quiere terminar jamás. Claro, hablo de ese minuto que se tiene en cuenta. Ese minuto, vigilado, controlado, camina como en dulce de leche, como si no quisiera desprenderse de cada segundo que le arrancan. Y es que, realmente, no quiere. Si pudiera, se quedaría allí, sin caminar, sin moverse, quietecito, sin que lo empujen y le arranquen más segundos. Pero no puede, aunque, vigilado, controlado, vive un poco más. Más que el que pasa sin ser notado, sin ser sentido, seguro. Ese pasa como si fuese un segundo mismo. O más rápido, quizás. Y se va de la mano con otros minutos, se van todos juntos, agarrados, corriendo. El vigilado, controlado, resiste sólo. Es muy probable que, una vez se haya muerto, el siguiente minuto también resista, camine lento, y quiera quedarse para siempre. Pero sólo, ya que está vigilado, controlado. Y siente la obligación de mantenerse ahí, de aguantar, hasta que deja de ser tenido en cuenta. Ahí, se libera, o se muere, y sale a paso apurado, trotando, y termina corriendo, agarrando de la mano al que le viene detrás. Lo lleva, y aquél lleva a otros más, hasta que el último, que es el último porque su mano libre viene vacía de más minutos, escapa por muy poco a la mirada, otra vez, de la vigilancia, del control. Y se reúnen todos, y miran hacia atrás, esperando que ese minuto que es tenido en cuenta, que resiste, sólo, se junte con ellos.
Esta no es una historia que inventé yo, sino que se inventó sola, mientras un piji revoloteaba dentro de auto gris. Lo único que estoy haciendo aquí es escribirla. Muchos años antes que esta tarde, allá por diciembre del dos mil tres, entré a la habitación de mi madre. Tenía diez años. Ella estaba en su cama, con los ojos todavía húmedos, abrazada a uno de mis hermanos. Hacía una semana que su madre, mi abuela, había fallecido. Trataba siempre de llorar en silencio, en su cuarto, para no entristecernos, para que seamos menos infelices, quiero creer. En ese momento hablaba con mi hermano de algo que no no escuché. Ahora, supongo que ella le estaba contando anécdotas de Carmita, su madre, porque le hablaba con una voz suave y lenta, en un susurro envolvente, mirándolo tiernamente a los ojos desde arriba mientras le acariciaba los rulos. Lo miraba a él, y la miraba a ella. Mi hermano tenía la vista puesta en la pared, o en otro lugar, en los lugares que mi madre le relataba, y la boca
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