Cae, sabiéndose muerto, sabiéndose asesinado. Pero le queda mucho por seguir cayendo. Agonizando, ve cómo sus hermanos son también derrotados. La caída continúa, siente los pelos de sus brazos y sus piernas bailar con la fuerza del viento. Las plumas que otrora decoraban sus hombros, abandonan a su amo de a poco. Allá abajo, los árboles lo esperan ansiosos, con los brazos listos para mecerlo y calmarlo, y las raíces preparadas para acunarlo y cuidarlo hasta el fin de los tiempos. Sus lágrimas no son sólo de dolor; sufren un sabor a impotencia, a fuego, a humillación. A sangre. No tiene ya fuerzas, pero se niega a morir sin los puños cerrados intensamente. Aún cuando el impacto sea ensordecedor, sus manos seguirán apretadas, hasta el último de los días. No por él, sino por sus hermanos, por su tierra, por su gente. Y ése será el emblema del estandarte que, generaciones venideras, flameará en tiempos de paz, recordando estas épocas sanguinarias consumidas por la codicia y la miseria, por el deseo y la traición, por el despotismo y la conquista. Abre la boca, pero no para respirar. Traga la última bocanada de vida, de fiestas, de amores, de horrores. De vida. Cierra los ojos con rudeza, sabiendo que no los necesitará abiertos para ver. Y se deja caer, cubierto por la brisa de la inmensidad.
Esta no es una historia que inventé yo, sino que se inventó sola, mientras un piji revoloteaba dentro de auto gris. Lo único que estoy haciendo aquí es escribirla. Muchos años antes que esta tarde, allá por diciembre del dos mil tres, entré a la habitación de mi madre. Tenía diez años. Ella estaba en su cama, con los ojos todavía húmedos, abrazada a uno de mis hermanos. Hacía una semana que su madre, mi abuela, había fallecido. Trataba siempre de llorar en silencio, en su cuarto, para no entristecernos, para que seamos menos infelices, quiero creer. En ese momento hablaba con mi hermano de algo que no no escuché. Ahora, supongo que ella le estaba contando anécdotas de Carmita, su madre, porque le hablaba con una voz suave y lenta, en un susurro envolvente, mirándolo tiernamente a los ojos desde arriba mientras le acariciaba los rulos. Lo miraba a él, y la miraba a ella. Mi hermano tenía la vista puesta en la pared, o en otro lugar, en los lugares que mi madre le relataba, y la boca
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