Mira. Sólo mira. Se queda quieta, como ayer, como siempre. Como aguantando, soportando. Cuando la luz se apaga, se permite un descanso. Pero nadie la ve. Y nadie tiene que verla. Anda, ve, respira, siente toda la oscuridad. La abraza, se tapa con ella. Le susurra lo mucho que la extrañó. Le cuenta los muchos momentos que pasó quieta, como ayer, como siempre. Sube a la mesa, se acuesta, y espera, quieta, siempre quieta. Y mira, sólo mira. Vos y yo no veríamos nada. Pero ella, con esos ojos negros, puede ver en cualquier oscuridad, de cualquier lugar. Aunque sólo está ahí, no se va a ningún lado. Y tampoco quiere; ella es feliz allí, donde puede estar quieta, como ayer, como siempre. Y con su oscuridad, con su penumbra. En donde mira. Sólo mira.
Esta no es una historia que inventé yo, sino que se inventó sola, mientras un piji revoloteaba dentro de auto gris. Lo único que estoy haciendo aquí es escribirla. Muchos años antes que esta tarde, allá por diciembre del dos mil tres, entré a la habitación de mi madre. Tenía diez años. Ella estaba en su cama, con los ojos todavía húmedos, abrazada a uno de mis hermanos. Hacía una semana que su madre, mi abuela, había fallecido. Trataba siempre de llorar en silencio, en su cuarto, para no entristecernos, para que seamos menos infelices, quiero creer. En ese momento hablaba con mi hermano de algo que no no escuché. Ahora, supongo que ella le estaba contando anécdotas de Carmita, su madre, porque le hablaba con una voz suave y lenta, en un susurro envolvente, mirándolo tiernamente a los ojos desde arriba mientras le acariciaba los rulos. Lo miraba a él, y la miraba a ella. Mi hermano tenía la vista puesta en la pared, o en otro lugar, en los lugares que mi madre le relataba, y la boca
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