Ir al contenido principal

la negra de ojos negros

Mira. Sólo mira. Se queda quieta, como ayer, como siempre. Como aguantando, soportando. Cuando la luz se apaga, se permite un descanso. Pero nadie la ve. Y nadie tiene que verla. Anda, ve, respira, siente toda la oscuridad. La abraza, se tapa con ella. Le susurra lo mucho que la extrañó. Le cuenta los muchos momentos que pasó quieta, como ayer, como siempre. Sube a la mesa, se acuesta, y espera, quieta, siempre quieta. Y mira, sólo mira. Vos y yo no veríamos nada. Pero ella, con esos ojos negros, puede ver en cualquier oscuridad, de cualquier lugar. Aunque sólo está ahí, no se va a ningún lado. Y tampoco quiere; ella es feliz allí, donde puede estar quieta, como ayer, como siempre. Y con su oscuridad, con su penumbra. En donde mira. Sólo mira.

Comentarios

Entradas más populares de este blog

memorias de un piji

Esta no es una historia que inventé yo, sino que se inventó sola, mientras un piji revoloteaba dentro de auto gris. Lo único que estoy haciendo aquí es escribirla. Muchos años antes que esta tarde, allá por diciembre del dos mil tres, entré a la habitación de mi madre. Tenía diez años. Ella estaba en su cama, con los ojos todavía húmedos, abrazada a uno de mis hermanos. Hacía una semana que su madre, mi abuela, había fallecido. Trataba siempre de llorar en silencio, en su cuarto, para no entristecernos, para que seamos menos infelices, quiero creer. En ese momento hablaba con mi hermano de algo que no no escuché. Ahora, supongo que ella le estaba contando anécdotas de Carmita, su madre, porque le hablaba con una voz suave y lenta, en un susurro envolvente, mirándolo tiernamente a los ojos desde arriba mientras le acariciaba los rulos. Lo miraba a él, y la miraba a ella. Mi hermano tenía la vista puesta en la pared, o en otro lugar, en los lugares que mi madre le relataba, y la boca...

volando por ahí, y estoy

Estaba a pocos metros de la esquina de Santiago del Estero y Humberto Primo, esperando el 60. Adelante mío había una mujer que no tenía más de treinta años. Llevaba puesta una remera no tan blanca, y unos pantalones verdes. En la mano tenía una campera pesada, y la agarraba con desprecio, quizás porque hacían más de veinte grados y ahora tendría que cargar con ella toda la tarde. Se acercó un señor grande, con pantalones y campera del mismo color, un verde podrido. Estaba sucio, y caminaba como Tribilín, encorvado hacia delante, con las manos en los bolsillos. “Vendo merca, paco, porro, vendo”, seguía gritando, mientras se filtraba entre los autos que esperaban el verde del semáforo.  Se paró al lado de la mujer de la campera, del otro lado de la señal azul que indica la parada del colectivo. Abrió el basurero naranja y escupió adentro. “Vendo merca, paco, porro, vendo”, volvió a gritar, y se reía, y se repetía como para sí mismo “vendo merca”, mirando el suelo y asintiendo lenta...

de bondi

-¿Y vos, que pensás hacer después? -Nada, si el pelotudo este no me llama. -Pero hagamos algo entonces. -¿Y que querés que haga? -No se, nos juntemos con los chicos. -No puedo, te dije que tengo que esperar que me llame. -No podes quedarte toda la noche esperando que te llame. -Ya quedamos así. -¿No podés cambiar? -¿Y como querés que haga, boluda? -Esta bien, dejá. -¿Ahora te enojás? -No, todo bien. -No me jodas. -Posta. -¿Podés ser menos infantil? -Claro, soy yo la infantil ahora. -¿Perdón? -Nada, no importa. -Decíme -Nad- -Decíme, te dije. -Nunca podés hacer nada. -Ya sabés que es lo que pasa. -No, no sé. -... . -¿Qué pasa? -Nada. -Decíme. -Estoy mal. -¿Por? -Cortamos. -¿Hace cuánto? -Dos meses. -¡¿Qué?! -No les quise decir nada; ustedes lo querían mucho. -Te queremos más a vos. -Y no quería que se enteraran. -Sos una tarada. -Ya lo sé. -Vení, abrazame. -Gracias. -Te quiero. -Yo más. Pero sos una tarada.