Cuando Sillerstein fue a su alcoba, no había otra cosa que nueces. Saltó hacia atrás, y cayó en la puerta de entrada, y se dirigió a la cocina. No pudo más que agarrar una por una las hormigas que intentaron camuflar un trozo de pan con lo que era un viejo pedazo de pizza. Los intrusos supieron cómo reaccionar, ya que no volvieron a entrar. Pasaron a una de las habitaciones más hermosas que hubieran visto jamás. Enormes trozos de escombro, de panes, de agua, de restos de comida. Pudieron agarrar unos cuantos, pero sólo llevarse uno cada una. El camino hacia un nuevo hogar fue caótico: murieron diecisiete, y sólo dos lograron hacer el rito de despedida a tiempo. Ahora, era tiempo de celebrar. De celebrar que no pasarían hambre nunca más. Celebrar que podrían conseguir un nuevo lugar para residir, que les sea más cómodo. Sillerstein acomodó la silla, y se inclinó hacia abajo para poder ver mejor. Siete u ocho habían podido escapar, pero él sabría qué hacer en caso de que lo consiguieran. Y sí que lo sabía. No utilizar el rastrojero, la primera. Y no dejar comida en los platos, la segunda. Así y todo, consiguió dar con ellas. Cuestionó la deserción, y aplaudió de pie las excusas, secándose las lágrimas de lujuria, de cobardía, de amor. Las siete u ocho regresaron y, ante la insistencia de las demás, contaron alegremente las aventuras vividas meses atrás, sin omitir el conflicto último.
Esta no es una historia que inventé yo, sino que se inventó sola, mientras un piji revoloteaba dentro de auto gris. Lo único que estoy haciendo aquí es escribirla. Muchos años antes que esta tarde, allá por diciembre del dos mil tres, entré a la habitación de mi madre. Tenía diez años. Ella estaba en su cama, con los ojos todavía húmedos, abrazada a uno de mis hermanos. Hacía una semana que su madre, mi abuela, había fallecido. Trataba siempre de llorar en silencio, en su cuarto, para no entristecernos, para que seamos menos infelices, quiero creer. En ese momento hablaba con mi hermano de algo que no no escuché. Ahora, supongo que ella le estaba contando anécdotas de Carmita, su madre, porque le hablaba con una voz suave y lenta, en un susurro envolvente, mirándolo tiernamente a los ojos desde arriba mientras le acariciaba los rulos. Lo miraba a él, y la miraba a ella. Mi hermano tenía la vista puesta en la pared, o en otro lugar, en los lugares que mi madre le relataba, y la boca
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